Delicias
El salón del trono era un delirio de brocados. Caían desde el techo en grandes paneles componiendo un jardín de cerezos en flor. Nami se detuvo en las puertas, se arrodilló tocando el suelo con la frente y aguardó a que el primer eunuco le franqueara el paso.
Avanzó maldiciendo las alfombras espesas que parecían engullirle los pies y le volvían los pasos pesados y torpes y, mientras se acercaba al emperador, retrocedió en busca del momento en el que tomar el puesto de aprendiz de catadora le pareció una buena idea.
Su padre había sido un funcionario mejor con la mano larga y el bolsillo profundo; cuando lo descubrieron el castigo fue inmediato e inclemente y a Nami sólo que quedaron la educación que había recibido y la ropa que llevaba puesta. Tras la primera noche en la calle supo que ninguna de las dos cosas le servirían para sobrevivir una segunda noche.
Se había acercado a las puertas dispuesta a aceptar lo que fuera pero no había mucho para ella; demasiado instruida para ejercer de sirvienta y no lo suficientemente hermosa como para ejercer de concubina. Aceptó agradecida las dependencias llenas de antídotos y venenos del maestro Su-zu.
Nami sabía que la mayoría de los venenos carecían de color, aroma y sabor, así que pensó que su condición tampoco importaría tanto. No tardó mucho en comprender su error.
Había métodos para detectar venenos: el coral azul se quebraba al contacto con determinadas sustancias, las perlas de las zonas someras se oxidaban y el plumón de las crías de los cisnes de palacio se enegrecía.
El problema, como descubrió, no eran los venenos. La leche se agriaba, el pesado se pasaba, la carne se agusanaba, las confituras fermentaban y ella, que nunca había sabido lo que era el sentido del gusto ni del olfato, era incapaz de proteger a nadie de una indigestión.
Pero fuera de palacio hacía frío, así que aprendió a mentir y a detectar patrones. Sabía que cuando los ejércitos regresaban de sus ejercicios en las montañas y atravesaban los ríos removían los sedimentos, por lo que el pescado se echaba a perder sin remedio. Había aprendido a detectar el dolor en los balidos de los animales que se guardaban en los corrales y daba frecuentes paseos por los huertos imperiales, en busca de manchas o de hojas mordidas que anticiparan plagas. Sabía que el ayudante del primer cocinero se bebía su paga el mismo día que la recibía, por lo que convenía evitar ingerir cualquier cosa que tocara al día siguiente, y que el segundo cocinero salaba demasiado las sopas, así que torcía el gesto delante de su maestro cuando la tomaba.
Nami contuvo una nausea.
No debería estar ahí. Ni siquiera había terminado su formación. Pero el maestro Suzu había sucumbido a la gula y se había atiborrado de ostras la noche anterior. Llevaba horas vomitando sin ninguna ceremonia en sus aposentos.
Al llegar al trono Nami hizo una reverencia rígida por el miedo, se arrodilló frente a la bandeja del desayuno y dejó a su lado una caja lacada. Se recogió las amplias mangas, para mostrar que no llevaba nada oculto y procedió con la ceremonia. El coral no se rompió, las perlas no cambiaron de color y el bastón terminado en plumón de cisne no hizo nada más que remover el aire sobre la comida.
Nami recitó a una plegaria destinada a cualquiera de los dioses de jade que quisiera escucharle y tomó el cuenco de sopa. Estaba tan caliente que le aguijoneó las puntas de los dedos. La luz resbaló por la fina capa de aceite que flotaba en la superficie cuando se lo llevó a los labios. Estaba espesa, pero le dejó un ligero frescor en la boca. Había visto al segundo cocinero trabajando en las cocinas, así que torció el gesto sutilmente cuando devolvió el cuenco a su sitio.
Luego tomó un pedazo de carne. Sabía cómo manejaban las especias en las cocinas: a veces las espolvoreaban con avaricia, a veces las echaban a puñados. Se suponía que daba matices a la comida, fuera lo que fuera eso. Cerró los ojos al aspirar el aroma aunque siempre le había parecido que era lo mismo que respirar sobre los braseros. Tomó un bocado de pato, envuelto en una salsa gelatinosa, de un rojo tan intenso como el de la amapolas. La carne estaba tierna y el picor le inundó la boca y le subió por la nariz. Dio un sorbo de té que le dejó la lengua rasposa. La bebida tenía un tono verde desvaído, sin posos en el fondo. La devolvió a la bandeja.
Finalmente tomó un pedacito de los pasteles de arroz. El polvo de azúcar le entró por la nariz cuando masticó el bocado. Estaba a punto de devolverlo a la bandeja cuando notó un escozor al fondo de la garganta. Ignorando las rígidas maneras que se imponían frente al emperador, acercó el pastelito a la luz: el envoltorio blanco, algo traslúcido del arroz y el interior pardo y denso de las judías dulces. Nada raro, en apariencia, pero el escozor que sentía en la boca le espoleó la memoria. ¿Cuándo fue la última vez que vio secarse al sol las tinajas en las que fermentaban las judías?
Retiró el plato de pastelitos de la bandeja del emperador, hizo otra reverencia y se retiró sin dar la espalda en ningún momento.
Vomitó en cuanto llegó a a sus aposentos y se dejó caer en el suelo. Miró con rencor el resto del pastelito. En cuanto se recuperar pensaba destrozar una a una todas las tinajas de la cocina.
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