Alicia clandestina
No es lo que esperaba.
Salgo al rellano en busca del repartidor y luego, me asomo a la ventana, dispuesta a echar un buen grito para llamarlo de vuelta, pero ya se ha ido.
La caja, vieja desde hace mucho tiempo, no tiene ni nombre ni dirección. Ni siquiera aparece el nombre de la empresa de reparto. Reviso el contenido: unos guantes de boxeo, un matasuegras, un perro de porcelana de aire alicaído, un cuervo disecado, que retiro con la punta de los dedos, un camión de juguete y un teléfono móvil. Y al fondo, unos periódicos crujientes de puro viejos; en todos se anuncia para esta noche un mismo combate de boxeo. «Peso vuelapluma» lo llaman. Los interesados en asistir deben llamar a un número de teléfono.
Pruebo suerte; aprieto el botón de encendido del teléfono móvil y se ilumina. Tan antiguo es que ni siquiera me pide una contraseña. Al tercer tono, salta un mensaje.
«Bulevar de la Concordia. Número trece. Sótano» dice una de esas voces enlatadas que normalmente piden disculpas y paciencia.
Llego cuando anochece. No resulta difícil localizar el número trece, aunque sí es algo más complicado dar con el sótano. Tras dos vueltas al edificio, descubro, en un callejón, unas escaleras que descienden hasta una puerta metálica.
Llamo. A la altura de los ojos, se descorre un ventanuco. Dos ojos claros asoman.
—Verá, vengo a devolver una caja —la levanto para que el propietario de los ojos pueda verla—. ¿Es posible que ustedes tengan la mía?
Por toda respuesta, el encargado de la puerta hace soplar una trompetilla de juguete.
—No, no. Yo vengo sólo por la caja. No tengo ninguna intención de entrar.
—Santo y seña. Si no, no entras —dice y hace sonar otra vez la trompetilla.
Reviso el contenido de la caja. ¿Por qué no? Soplo con fuerza el matasuegras.
La ventanilla se cierra y la puerta se abre.
—Ha sido suerte —. Me dice el guardián. Mide el doble que yo, a lo alto y a lo ancho. No se lo discuto.
Bajo un tramo de escaleras y luego otro. El olor de los cigarrillos se convierte en humo y una campanilla da pie a una salva de aplausos. Desde lo alto del último tramo observo una sala de proporciones considerables, mitad caverna, mitad almacén. El centro lo ocupa un ring, en el que dos boxeadores, pelean. Uno de ellos con guantes; el otro sin. El público vitorea y silba cada vez que el primero golpea fieramente y desalmadamente al segundo que, agachado, hace lo que puede para protegerse la cabeza.
Me abro paso con muchos «perdone» y «disculpe usted». Cuando llego al cuadrilátero el primer boxeador ha arrinconado inclementemente y despiadadamente al segundo.
Tantos adverbios lo están destrozando.
Un toque da campana le da un respiro y su entrenador corre hasta él para darle instrucciones. Aprovecho la ocasión.
—¿Esto es suyo? Me temo que la caja no trae nada para esas heridas, pero sí unos guantes —rebusco en la caja y se los enseño.
—¡Por fin! ¿Por qué has tardado tanto? —pregunta el entrenador quitándome los guantes de la mano.
—¡No tenía que traerla yo! —protesto—. Ha sido cosa del repartidor. ¿No tendrán ustedes mi caja?
La campana suena indicando otro asalto.
—Vete allí y no molestes—me indica el entrenador.
Allí es la barra. Está lo bastante apartada del ring para resultar tranquila.
—¿Qué te pongo? —pregunta el camarero colocando un posavasos sobre la barra.
—Una limonada.
El camarero me examina unos instantes.
—¿Es tu primera vez aquí?
Tardo un poco en contestar. El público vitorea con más fuerza que antes. Ahora que el segundo boxeador lleva sus guantes golpea esforzadamente a su contrincante.
—Si —digo por fin.
—Tenemos hidromiel, cerveza de jengibre y cerveza de mantequilla y para comer magdalenas. No servimos manzanas de la bruja y, si lo que has venido buscando es polvo de hadas te has equivocado de lugar.
Parpadeo.
—Una cerveza de jengibre —digo por fin.
—¿Cómo piensas pagar? —pregunta el camarero.
Estoy tentada de decir que con dinero, pero algo me dice que no es la moneda de pago aquí. En el ring, el segundo boxeador arremete fieramente contra el primero. El combate está mucho más igualado desde que los dos se pegan con adverbios.
—¿Pagar? —Saco el cuervo disecado de la caja y lo pongo sobre la barra —. ¿Con un adjetivo?
El camarero refunfuña, pero me pone una cerveza de jengibre y un platillo con alpiste. El cuervo desprovisto del «disecado» agita las plumas antes de picotear el alpiste. Quizá huele un poco a naftalina, pero por lo demás es un cuervo perfectamente normal y vivo.
En el ring los boxeadores se insultan aplicadamente desde sus rincones.
—¡Voy a acabar contigo, juntaletras! —dice el primer boxeador.
—¡Gramático! —responde el segundo, casi escupiendo de desdén.
El público se enardece y comienza otro asalto.
A mi lado un hombre se inclina hacia mí.
—¿Primera vez?
—Si, señor.
—Entonces te haré un favor, muchacha. Sal corriendo —dice señalando las escaleras con un dedo manchado de tiza.
El camarero también ha visto el dedo y deja caer una botella.
—¡Todos fuera! —sopla con fuerza un matasuegras que suena como una bocina—. ¡Salid todos! ¡Gramáticos! ¡Hay gramáticos en la sala!
El hombre del dedo manchado de tiza saca un borrador del bolsillo y lo golpea contra la barra. La nube de tiza alcanza a mi cuervo que recupera el «disecado» y cae al suelo.
Entre el publico que se apretuja consigo salir. Mientras la gente se dispersa con rapidez, reviso el contenido de la caja. Me queda el camión de juguete y el perro de porcelana. El perro parece dispuesto a impartir una lección muy aburrida y no estoy de humor. Le retiro el adjetivo al camión. Estoy cansada y quiero irme a casa.
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