El hombre de alambre
El hombre de alambre me despierta antes de tiempo. La habitación está casi en silencio. Casi. Muevo un pie y escucho cómo el edredón cruje contra la sábana bajera. Sobre la mesita de noche la manecilla del despertador apedrea los segundos; en la cómoda, el segundo despertador le contesta.
Camino de la cocina el hombre de alambre se acomoda detrás de mi ojo derecho y con un dedo me araña. Ya es tarde para el ibuprofeno. Aún así, invoco a los dioses de la ciencia moderna, y me tomo el sobre. El desayuno me sabe a mentol.
La ducha refresca, pero no alivia. Parece que vivo en un edificio de agua. Corre por los desagües y borbotea por las cañerías. Cada descarga de una cisterna vecina revela la red de tuberías. Fuera del baño todo el edificio pita, trina y tintinea. Despertadores, teléfonos, microondas, lavadoras… todo avisa de la hora, del tiempo que pasa, del tiempo que queda.
En el rellano, el ascensor anuncia su llegada con tres notas que suenan eufóricas a esta hora de la mañana. Las poleas giran hasta depositarme, cinco pisos más abajo, desparramando otra tanda de notas innecesarias.
El hombre de alambre extiende otra mano hasta mi oido. A estas horas de la mañana, las calles están tranquilas, pero no silenciosas. Las bicicletas chirrían cuando frenan, los patinetes avisan de su llegada con un zumbido de moscardón y, por como suenan contra el asfalto, diría que hoy todo el mundo lleva zapatos de suela nueva, tersa y vibrante como la piel de un tambor.
El tranvía pita cuando llega, pita cuando cobra, pita cuando sale y pita cuando una voz metálica anuncia la siguiente parada. El hombre de alambre es curioso; se recuesta y se complace en hacerme escuchar vidas ajenas. Conversaciones entre bostezos, noticias que se escapan de los auriculares de los viajeros, el golpeteo de los dedos contra las pantallas de cristal que, en estas primeras horas, brillan tanto que incluso cuando cierro los ojos veo el resplandor reflejado en los párpados.
Pitan las puertas del tranvía cuando me dejan salir. A mi y a la nausea que se me ha asentado en el estómago. Pita la tarjeta cuando ficho a la entrada del trabajo. La radio del guardia crepita un torrente de palabras que nadie podría entender. Mi compañera de mesa me alcanza en el ascensor. Puede que me haya saludado pero yo sólo escucho los eslabones metálicos de la correa de su bolso; suenan a espíritu condenado.
Contengo la nausea, cierro los ojos, respiro hondo, llego a mi purgatorio.
Arrastrar de sillas contra el suelo porque las ruedas, por supuesto, no giran. Ordenadores que se encienden, teléfonos que comienzan a sonar. Dedos ágiles que traquetean sobre los teclados. Y esos malditos bolígrafos retráctiles que en manos de mi jefe ansioso se convierten en descargas de munición.
Me pregunto qué sucedería si, como ese dios griego, pudiera abrirme la cabeza. Si podría ver surgir de ella a mi hombre de alambre. Pero no puedo. Así que salgo corriendo. A la calle, a los frenazos de los coches, a las sirenas que parecen venir de todas partes y de ninguna y pienso que habría que amordazar a los que se saludan a gritos, a los niños con sus voces de matasuegras, a los que desperdigan carcajadas. Corro hasta el río, salto la valla, atravieso los juncos y me lanzo a la corriente. Me sumerjo hondo. Allí, en el fondo cenagoso, el hombre de alambre se rebela. Me araña con tanta fuerza que desde la sien hasta el cuello todo se convierte en un calambre. No cedo. En el fondo del río no llega el ruido, ni la luz y hasta que necesite salir a respirar, tendré paz.
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