El equipaje o el fin del Imperio Británico


El Capitán John Tennel, a cargo del del tercer cuerpo de fusileros de su Majestad, en Punyab subió las escaleras hacia el cuarto de su hija, cuando en realidad, lo que deseaba era bajarlas.
Después de cuatro varones sanos y ruidosos el destino les había sorprendido con una niña diez años atrás. 
Por supuesto, el Capitán John Tenniel sabía lo que era una niña. Sus compañeros de trabajo tenían niñas. Las veía a veces, acompañadas de sus institutrices: seres de cabellos dorados y zapatos brillantes, que tocaban el piano y estudiaban acuarela y que miraban a sus padres con unos ojos mansos como corderillos y que parecían a punto de balar en cualquier momento.
Por eso, cada vez que la tenía delante, se preguntaba de dónde había salido aquella criatura que le había tocado en suerte.
Puede que su hija tuviera los cabellos dorados y que llevara los zapatos brillantes y hablara con voz suave y educada cuando le preguntaba, peor ahí terminaban los parecidos. En el aniversario de la Coronación de Su Majestad tocó al piano, con una destreza impecable, una de esas canciones que sólo cantaban los soldados en las cantinas cuando iban muy borrachos y no había ningún mando cerca. Sus cuadernos de dibujo estaban llenos de aterradoras deidades locales. Llevaba los bolsillos llenos de cráneos de pequeños animales, robaba los cuadernos de álgebra de sus hermanos y agotaba a sus institutrices con sus preguntas, hasta el punto de que estas se refugiaban bien en la ginebra, bien en brazos de los preceptores de sus hijos.
Y todo eso lo hacía con una seriedad, una rectitud y una autoridad que hacían inútil reconvenirla.
Si hubiera creído, como los nativos, en la transmigración de las almas, estaría convencido de que el alma de alguna vieja viuda inglesa se había apoderado del cuerpo de su hija en el momento de venir a este mundo. 
Tanto su esposa como él habían acordado que ya era hora de que viajara a Londres, a formarse como una señorita de bien. Habían encontrado un internado en el centro de Londres, con excelentes referencias, que parecía lo bastante severo como para poner freno a sus excentricidades. 
Para su sorpresa, desde entonces sentía una opresión en el pecho. 
La encontró frente a sus maletas, con los brazos en jarras, en un desorden de muñecas de trapo y cuadernos, libros, saris, vestidos mal envueltos en papel de seda, y zapatos. 
El Capitán se llenó los pulmones y apretó los dientes, igual que hacía antes de una carga. 
—Cariño, me dice tu aya que has desecho tus maletas. Con lo que le costó prepararlas. Está muy contrariada. 
—Las había hecho mal. No me ha quedado más remedio que arreglarlo ¡Mira! ¡Se había dejado mi katar!—dijo mostrándole un puñal bellamente labrado— ¡Y mis cerbatanas! No, padre, me sentiría desnuda sin ellos —la niña cogió una enagua, envolvió con cuidado las armas y las depositó como mimo en la maleta. Luego añadió la piel entera de una cobra, un diccionario de latín y otro de mitos griegos, dos camisones y, tras pensarlo, una chaqueta gorda. Como no cerraba, arrojó fuera dos zapatos desparejados. 
El Capitan respiró hondo y de nuevo le sorprendió esa opresión en el pecho. Se preguntó si era porque iba a echar de menos a la niña.
—Tu aya ha hecho lo que debía. Va a un sitio nuevo a empezar una vida nueva. Necesitarás esos uniformes y el abrigo de la escuela y zapatos recios para la lluvia. No puedes llevarte todo.
—Pero no pretenderás, padre, que esté en un país extraño sin mis cosas. ¿Acaso tu no viajas con tus rifles?
El Capitán abrió la boca. Y luego la cerró. Vio abierto sobre la cama un libro de cuentos sufís y probó algo nuevo. Se arrodilló para estar a la altura de su hija. 
—Cariño, ¿recuerdas la historia del balsa?
Su hija, obediente, recitó
—«Un hombre iba caminando con dificultad por la orilla de un río. Observó que la orilla opuesta era mucho más practicable, pero no podía cruzar al otro lado por falta de un puente. Reunió algunas cañas, construyó una balsa y acto seguido atravesó. Una vez llegado a la otra orilla, no fue capaz de decidirse a abandonar su embarcación. La cargó sobre sus espaldas y reanudó su avance, que se volvió mucho más lento y penoso que antes de cambiar de orilla»
—¿Qué nos enseña este cuento?
—Que ese hombre era estúpido y que si lo que necesitaba era un puente, no debía haber construido una barca. Y ahora, papá querido, ¿me conseguirás un baúl? Y pronto, por favor. Tengo que ir a despedirme de la viuda Dickens y me ha prometido que si voy a la hora del té me enseñará a hacer trampas al bridge. Dice que me será muy útil en Inglaterra. 
El Capitán se levantó y se retiró en silencio. Ya sabía a qué se debía esa opresión que no lo abandonaba. Por primera vez se preguntó si era sensato soltar a esa niña en Londres, en el corazón de la madre patria. Si el Imperio caía alguna vez, sin duda sería a manos como las suyas. 

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