Historia de dos brujas
I
Si dejamos a un lado su condición de bruja, Isidora había sido hasta ese momento una mujer perfectamente normal. Aburrida, casi. Amable con sus vecinos, cumplidora de sus obligaciones, discreta en sus dones. Había parido a todas sus hijas de una en una, como manda la tradición. Por eso, cuando vio a dos niñas idénticas apretujadas en una cuna para uno, rompió a llorar.
Todo el mundo sabe que alumbrar gemelas es una llamada a la desgracia.
II
La magia es algo complejo y a la vez muy simple. Igual que una rueda de molino no gira sin agua, o que la yesca no arde sin chispa, la magia necesita de dos elementos: corazón y voluntad. Materia y espíritu.
Roberta, la primogénita de aquel parto doble, tuvo siempre prisa. Lloraba cuando tenía hambre, despertando a su hermana Vera para que la acompañara en sus protestas, arrancó a caminar antes de andar y tomaba de la mano a su gemela para que le sirviera de apoyo. Y cuando su poder se manifestó, reclamó la voluntad que no tenía.
Vera se conformaba con seguirla. Por amor a su hermana cedía y el carbonero que las miraba con ojeriza despertaba cubierto por un sarpullido. Por el cariño que le tenía a Roberta consentía y las niñas que les habían lanzado piedras despertaban con calvas en el pelo que tardaban meses en curar. Con ojos mansos prestaba a su hermana la voluntad que necesitaba para armar aquellos primeros hechizos infantiles.
Y, mientras tanto, Isidora quemaba salvia para calmar los corazones de los aldeanos, ponía gotas de lavanda en la leche de Roberta para sosegarla y hierba limón en la de Vera para imprimirle carácter. Torciendo los renglones intentó reconducir una historia que no era la suya.
III
Todas las historias que merece la pena escuchar tratan sobre lo mismo: amor, cariño, deseo, pasión, anhelo… distintos puntos en una única constelación. Escoged uno cualquiera al azar y tendréis una historia que contar al amor de la lumbre. Escoged con cuidado uno particular y tendréis una tragedia de las que resuenan tiempo después de haber pronunciado «fin».
Vera se enamoró de un granjero de ojos verdes y, por primera vez, dijo que no a los antojos de su hermana. Se casó y engendró tres niñas, de una en una, como debe ser.
Roberta, que amaba el poder, se casó, sucesivamente, con un herrero, un pañero y un recaudador. Cuando el duque se instaló en las tierras vecinas el recaudador fue más rápido que sus predecesores. Le dio al perro de caza el licor de grosellas que Roberta le había servido la noche anterior, fue a buscar a los alguaciles y, mostrándoles al animal muerto formuló su acusación.
—Bruja— dijo.
Y no necesitó más.
IV
Una acusación de brujería nunca se queda sola mucho tiempo. El carbonero mostró las marcas de sus sarpullidos y las mujeres los parches de cabello ralo que cubrían con cofias. Roberta y Vera fueron encarceladas, cada una en una celda. Durante la primera y única noche, a través de la pared que las separaba, Roberta tiró de la voluntad de su hermana, exigió y demandó con las mismas ansias que cuando eran niñas. Lamentablemente, en la constelación de quereres de su hermana, tres niñas de ojos verdes la eclipsaban.
V
Materia y espíritu son cosas muy diferentes.
La voluntad puede esconderse, puede doblarse en pliegues minúsculos y esconderse detrás de una mirada caída, de unos hombros vencidos. Puede ocultarse tras el temblor de una voz. Y eso fue lo que Vera hizo.
Sin embargo, no hay forma de esconder el corazón de una bruja. Cuando los jueces alumbraron con una tea los ojos de Roberta lo vieron latir con fuerza, insolente. La condena se pronunció allí mismo.
La bruja ardió al amanecer.
Vera le prestó su voluntad una última vez y Roberta se consumió sin sentir dolor.
VI
En compañía de sus tres niñas de ojos verdes Vera permaneció junto a la hoguera desde que la primera chispa prendió, hasta que sólo quedaron los rescoldos. De Roberta sólo quedó un corazón renegrido. Esa noche, cuando ya los aldeanos se habían retirado a sus casas, con el espíritu ligero de los que han cumplido su deber, Vera se adentró entre los restos de la hoguera, tomo con cuidado el corazón de su hermana, sopló las cenizas y lo devoró. Voluntad y materia, espíritu y corazón se unieron en un solo cuerpo, tal y como, desde el comienzo, debería haber sido.
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