Un día, sin más
I
Recibe el nombre de Culex Pipiens por esa manía que tienen los científicos de ponerle a las cosas nombres que no se entienden. Si yo digo mosquito trompetero me entiende todo el mundo. Apareció de la nada, como hacen siempre, y se puso a zumbar en mi oído con una potencia desproporcionada para su tamaño. Con esa vibración que se mete hasta el fondo de la paciencia y la destroza. Quise ir a buscar el espray matamoscas, pero Duquesa lo solucionó antes. Desde su lugar en la estantería, entreabrió sus ojos verdes, se desperezó y antes de un parpadeo saltó sobre mi mesa de estudio y aplastó el mosquito contra la pared.
Felix Silvestrus Catus, la llaman los científicos. Gata consentida, la llamo yo. Me miró satisfecha, ronroneó al recibir sus halagos y regresó soberbia como solo ella sabe serlo a su balda.
En la pared me dejó la mancha de un mosquito aplastado.
II
Igual que su zumbido, la mancha era desproporcionada. Se ve que el animalito había comido con glotonería antes de que Duquesa pusiera fin a su digestión. Cogí una toallita húmeda, uno de los grandes inventos de la humanidad, si me preguntan, y froté. La mancha se extendió un poco más.
Cogí un trapo y el bote de lejía y froté. Probé también con amoniaco, vinagre, quitamanchas de la lavadora y, por aquello de no desechar ninguna opción, con pasta de dientes. La mancha no hizo nada. Permaneció inmutable a los desvelos de la química, justo a la altura de mis ojos, zumbando igual que lo hacía antes el mosquito.
Resultaba imposible concentrarse en esas condiciones.
III
Mi intención era acercarme a la ferretería y comprar un tubo pequeño de pintura blanca. La persiana estaba echada y tenía un cartel de “Vuelo en cinco minutos”. Cinco minutos en junio en esta ciudad a las doce del mediodía cuentan como cinco años de vida, así que me metí en la zapatería a esperar al amor del aire acondicionado. Había sólo una clienta. Y se estaba probando los zapatos más bonitos del mundo: unas merceditas negras, de terciopelo, que parecían salidas de un cuento. Ella no se las llevó. Si me preguntan, hay quien no ve la clase aunque la lleve puesta en los pies.
Yo sí.
IV
No hay mayor placer que salir de una zapatería calzada con zapatos nuevos. Eran unos zapatos que pedían a gritos un paseo por la playa, un jersey de rayas marineras y un helado de frambuesa.
La ferretería seguía cerrada, así que me acerqué hasta el paseo marítimo. De camino paré en una tienda de ropa, de esas que te venden la ropa casi al peso y que se deshilacha en el primer lavado. Pero es que mi camiseta de tirantes estaba desluciendo las merceditas. Por supuesto encontré un jersey de rayas azules; en verano siempre los hay. Y para completar el conjunto, una falda blanca, vaporosa, que pedía a gritos que la exhibiera al sol.
V
Encontré un rincón tranquilo en la playa, junto a las rocas. A la gente no le gusta porque las algas se quedan enganchadas en los remansos y fermentan al sol. A mi,sin embargo, me huele a gloria. Me tumbé en la arena, con mis merceditas negras, mi jersey de rayas y mi falda blanca centelleando al sol y me dediqué a enterrar los dedos en la arena caliente y a colocar en una hilera las conchas que iba encontrando enteras, y en otra las que estaban rotas.
El carrito de los helados llegó, anunciándose con su música enlatada. La misma que hace años. Cuando iba a pedir mi helado de frambuesa pensé en lo mucho que le gusta a la abuela el helado de ron, así que pedí también una tarrina. De dos litros, porque cuando uno hace un regalo, no hay que tacañear.
VI
La residencia de la abuela tiene la ventaja de estar a la sombra, bien protegida por sicomoros mucho mayores que sus residentes. La pillé saliendo de su taller de punto. Había aprendido uno nuevo y quería consolidarlo antes de que se le olvidara, así que se ofreció a tejerle un chalequito a Duquesa.
Me pareció mal decirle que no.
La abuela tiene los dedos ágiles, pero el helado de frambuesa no la ayudó mucho. Sobre todo porque le pareció muy frío y lo mezcló con un poquito de ginebra que guarda en la botella de colutorio, en el armario del baño.
Al final se me hizo tardísimo porque tuve que ayudarle a terminarse el helado y la ginebra para que ella pudiera terminar el chalequito de Duquesa.
Esta mañana todavía me duraba el dolor de cabeza.
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