La señora Acacia o el puente de las glicinas (I)



Sentada en el último vagón del último tren de la tarde, la señora Acacia se dispone a terminar su novela. No es algo que se tome a la ligera. Los últimos capítulos de un libro deben disfrutarse igual que se disfrutan las primeras cucharadas de un postre de nata: una debe deleitarse en al espera para poder paladearlo adecuadamente.
Deja el libro unos segundos sobre sus rodillas para retirar su labor de punto de cruz, alcanzar su bolso y sacar una pedazo de jengibre escarchado. El traqueteo del tren le desarregla el estómago y no quiere que las nauseas le estropeen el final de El Asesinato de Roger Ackroyd. 
Después se arregla el pañuelo que le cubre la cabeza. Ayer se hizo una permanente que pagó carísima hasta el escándalo. Sabe que cuando lee recuesta la cabeza sin darse cuenta y no quiere que se le estropeen las ondas. 
Antes de abrir el libro revisa sus notas en una libretita de media cuartilla. Subraya un par de apuntes, ojea los capítulos que ya ha leído y asiente para sí. 
Y, por fin, abre el libro por el punto de lectura. Sólo le quedan tres capítulos. Los mejores. Según su experiencia, aquellos en los que el misterio se desenreda en cascada. Desde anoche los ha escrito y reescrito varias veces en su cabeza. Claro que su talento para las tramas no es el mismo que el de la señora Christie. 
La sonrisa de placer con la que empieza a leer pronto desaparece. Se le vuelve blando el gesto al tiempo que su mirada se afila. Devora tres páginas, retrocede una y se obliga a ir más despacio.  Apoya la cabeza contra la ventana para aprovechar mejor la luz. Frunce el ceño y, al instante, abre la boca con una exclamación muda. Y así, muda, termina de leer las últimas páginas.  
Apoya el libro en su regazo, sin soltarlo. Repasa sus notas, que ahora sabe que estaban llenas de pistas falsas y dislates. Ojea el libro en busca de las claves que ha pasado por alto y con cada página, su sonrisa se va desplegando hasta ser pura delicia. A ella, que no tiene ningún problema en vislumbrar a la muerte, le gusta que la sorprendan. Y Agatha Christie siempre consigue sorprenderla. 
—¡Próxima parada en diez minutos! —el aviso del revisor la saca de su ensimismamiento. 
—Gracias, querido —responde y comienza a recoger sus cosas. 
El revisor se detiene en pleno paso. Ha visto su bordado. Un paisaje sencillo: unas vías de tren entran en un puente rebosante de racimos de flores de color azul bebé.
—¡Es el puente de las glicinas! —exclama el revisor—. El que está un poco más allá. ¡Vaya, le ha quedado perfecto! Mi abuela también borda. Ya sabe: patos y gallinas y versos de la biblia. No se parece a lo que hace usted. 
—Eres muy amable, querido —le responde con cariño la señora Acacia. 
El revisor continúa su ruta satisfecho. Ahora son siete los minutos que faltan hasta la siguiente parada. Tiempo más que suficiente para que la señora Acacia haga otra lectura. Revuelve en su bolso hasta encontrar una baraja de cartas y otro dulce de jengibre. La tirada le lleva poco tiempo: saca una carta por vagón y con cada una arruga los labios. En realidad, no necesita las cartas, pero le gusta hacer una última confirmación. 
Cuando el tren llega a la estación el revisor la ayuda a bajar del vagón. Es muy joven. Está en esa edad en la que el bigote es más afán que bigote. La señora Acacia siente una punzada de lástima pero, igual que cuando se le hielan los parterres de rosas, no hay nada que pueda hacer. 
Sale de la estación al tiempo que el tren reanuda su marcha y entra en la primera cafetería que encuentra. Es agradable sentarse y que la silla no traquetee. Se arregla el peinado y pide un té con mucho azúcar, y un bollito de nata. Antes de que llegue su comanda recupera su labor. El reverso debería estar igual de pulido que la cara que muestra el puente, pero es una maraña de nudos y hebras. De su bolso saca unas tijeras; tienen el color de la ausencia, del vacío y del vértigo. Corta una veintena de hebras de lana, las más largas. Las hojas no hacen ruido y, cuando el último de los hilos cae en su regazo, se escucha un estruendo más allá de la estación y su eco en las montañas que rodean el pueblo. 
El movimiento se detiene en la cafetería, las cucharillas en alto, las tazas temblorosas en las manos de los clientes, los rostros expectantes. El repique del campanario anuncia que algo ha sucedido y las sirenas de los coches de bomberos que lo siguen confirman que lo que ha sucedido es malo. 
La señora Acacia dobla en cuatro pliegues el puente de las glicinas. La camarera le ha traído su té. Se sirve una taza y le da vueltas, más por hábito que otra cosa porque la muchacha se ha olvidado del azúcar. Desde donde está sentada puede ver el puerto, allá abajo, punteado de cascarones. Es bonito. Le da un sorbo al té amargo, saca un paño blanco, hilo y aguja y comienza una nueva labor.

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