Ratón o el puente de las glicinas (II)
No le gusta bajar al andén en la capital.
Una vez, cuando estaba en el colegio, un profesor colgó una fotografía de la estación y les explicó cómo el arquitecto había creado un bosque de metal y vidrio. A Ratón le pareció, y le parece, simplemente fea.
Prefiere quedarse dentro del tren y ver cómo la gente arrastra sus maletas a derecha e izquierda; algunos a paso vivo como si tuvieran prisa por llegar, o por irse. Otros arrastrando los pies, como si nunca quisieran ires, o llegar. Le gustan las despedidas lentas y los besos apresurados y el apuro de los últimos pasajeros que llegan corriendo.
Lo único que tiene de bonito la estación es que condensa el vapor de los trenes en su interior, así que mirar por la ventana le recuerda a las sesiones de cine en su pueblo, donde el humo del tabaco forma una nube tan densa que todas las películas son en blanco y negro.
A veces piensa que si no hubiera sido revisor se habría perdido todo esto. En realidad lo que él quería ser desde niño era marino. Pero poco puede hacerse en un barco cuando uno tiene las muñecas tan delgadas como un sedal. Ya había sido un bebé diminuto y gris; por eso su abuela lo llamaba siempre «Ratón». Cuando dio el estirón confió en ensancharse también un poco, pero simplemente se alargó. A los catorce años parecía un saltamontes gris y prefirió quedarse con el mote de Ratón.
Tampoco es que le importe mucho. Como le dijo su abuela el primer día de trabajo, viajar es viajar. Y el lo hace con elegancia, con su chaqueta de tela roja y su botones dorados, su gorra de terciopelo y sus botines negros y lustrosos.
Le gusta el tren, el traqueteo que lo mantiene despierto, el ir y venir de la gente y el deslizarse del paisaje por la ventana. Es como asomarse a una pantalla de cine, pero esta vez sin humo y a color.
El viaje comienza en gris: gris del acero, de los ventanales manchados de hollín de la estación, gris del hormigón y del cielo sucio de la ciudad. Pronto lo dejan atrás. En lo que tardan los viajeros en acomodarse pasan a un amarillo tímido en los campos de cereal. Un paisaje de ondas suaves, punteado de cigüeñas que dejan sus nidos cada invierno coronando los postes telefónicos que corren junto al tren. Molina, Medina y Fuentes son las primeras estaciones; todavía grises, como si quisieran ser ciudad.
Allí, en Molina, Medina y Fuentes tuvo Ratón a sus tres primeras novias. Las tuvo a la vez porque pensó que si un marinero podía tener a una chica en cada puerto, él podía tener a una en cada estación. No pensó en que los pueblos, en realidad, no estaban tan lejos, ni en que ellas pudieran coincidir en el instituto.
Se ganó tres sopapos consecutivos que le dejaron la mejilla dolorida, aunque lo que mas le dolió fue saber que dos de ellas tenían otros novios. Novios serios, le dijeron. Ratón no lo entendió porque más de una vez le habían dicho que no tenía ni pizca de gracia. Pero decidió no preguntar más y dejarse crecer el bigote.
Tras Molina, Medina y Fuentes el paisaje cambia. Las vías del tren ascienden las colinas formado suaves curvas. Los campos se quedan atrás y los árboles se aproximan a las vías hasta cercarlas, hasta que convierten los cristales de las ventanas en espejos estampados de hojas. Verdes en primavera y doradas en otoño y en invierno, forman un encaje de ramas desnudas. Ratón sabe calcular cuánto falta para cada estación según la luz que dejan entrar los árboles.
Las estaciones de Castillo Alto, Castillo Bajo y Castillo de la Peña son oasis de ladrillos rojos y piedra dentro del bosque. Y después, viene la subida final. El último tramo antes de que en lo más alto del trayecto, con las vías despejadas, el sol entre avasallando. Los pasajeros pestañean y algunos bajan las persianas. La bajada que viene es rápida. El paisaje se convierte en un borrón y después de un pequeño angosto de roca barrenada llega su tramo preferido: el mar, blanco de tanto como refulge el sol.
A Ratón le gustaría gritarles a todos los pasajeros que miren por la ventana para no perderse los barcos, pero como no puede, avisa del tiempo que falta hasta Marina de Torres.
—¡Diez minutos hasta la siguiente estación! —dice pasado junto a un vagón que tiene la puerta abierta. En el interior, viaja una anciana con el cabello pulcramente cubierto con un pañuelo.
—¡Gracias querido! —dice y comienza a recoger sus cosas
Ratón está a punto de seguir su ruta, pero ve un bordado entre una bolsita de dulces y una novela de misterio. Un paisaje sencillo: unas vías de tren entran en un puente rebosante de racimos de flores de color azul bebé.
—¡Es el puente de las glicinas! —exclama—. El que está un poco más allá. ¡Vaya, le ha quedado perfecto! Mi abuela también borda. Ya sabe: patos y gallinas y versos de la biblia. No se parece a lo que hace usted.
—Eres muy amable, querido —le responde con cariño la señora.
Y Ratón sigue su ruta satisfecho; aunque no puede evitase preguntar por qué las chicas de Molina, Medina y Fuentes, o de cualquier pueblo en la ruta del tren, ya puestos, no lo miran con tanto cariño.
Cuando el paran en Marina de Torres ayuda a bajar a la señora del bordado. Le sorprende un atisbo de lástima en su rostro. Nervioso, se toca el bigote.
El tren arranca con un potente silbido. Las vías dejan el mar a la izquierda para encaminarse al puente de las glicinas. Ratón abre una ventana para asomarse. Y piensa que tiene una vista tan buena que es una lástima que no haya podido ser marino. Porque ve la gravilla suelta bajo la plataforma, ve el desajuste en la línea recta que deberían ser las vías. Y abre la boca para gritarle al maquinista que frene. Pero de repente se siente ligero, como si tuviera en el pecho un hilo que lo estuviera atando al mundo y alguien lo hubiera cortado. Y tiene la ridícula sensación de flotar. Y se pregunta si no debería pedirle a su abuela que le borde una glicina en el cuello del uniforme.

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