Distopías no tan lejanas (o el fenómeno de "tengo el culo gordo").

Somos entre cinco y siete almorzando. Todo mujeres. Todas sanas. Todas adultas, con estudios y una profesión que nos permite independencia económica. Unas cuantas tienen familia propia. No somos ni hermosas ni feas, ni altas ni bajas, ni gordas y flacas. Más bien somos de todo un poco, mezclado en diferentes dosis. Somos mujeres normales. Nadie se volvería por la calle para mirarnos. Y si nos preguntaras, lector, te diríamos que somos fuertes, que no aguantamos lindezas de nadie. 
Y sin embargo...
Empezó con un comentario casual, como tantos. Una de nosotras se había puesto a dieta. Con el verano parece casi obligado, así que no le di mucha importancia. Pensé que comería pavo en lugar de salchichón durante una temporada y listo.
Pero siguió por un camino que nunca hubiera imaginado. 
Desde hace dos semanas todas se lanzaron a transitar por los senderos de "lo que me sobra y quiero quitarme" y "lo que me falta y quiero ponerme".
Y allá cada cual. Todos somos muy libres de cargar con nuestros complejos. Yo misma tengo un peculiar surtido que alimento cada mañana y meto en el bolso. Y soy reticente a librarme de cualquiera de ellos. Es más, de vez en cuando añado uno nuevo.
Pero es que...
Es que no son los complejos lo que me molestan, sino la forma de eliminarlos.
"Yo empezaría con unas inyecciones aquí" dice una. Y se señala los ojos.
"¡Y los labios!" corre a añadir otra.
"Yo ya le digo a mi marido a ver si financiamos mis tetas. Y nada, que no hay forma"
"Yo culo. Quiero ponerme culo. Pero no este que tengo, sino uno bien puesto, así, respingón"
"Y unas inyecciones, de esas que se comen la grasa"
Y siguen añadiendo retoques a golpe de bisturí y mordiscos a la cuenta corriente. Se pudieran llegarían a limarse la falange del dedo gordo del pie porque no queda bien con las sandalias.
"Un completo" resume una palpándose de  los pies a la cabeza.
A estas alturas yo he alejado la silla de la mesa unos centímetros y las miro con pasmo. Hablan con entusiasmo. Se miden, comparan, echan cuentas sobre cuánto costaría cada operación y si saldría más a cuenta hacerse unos billetes de avión a un país caribeño para operarse allí. Podría parecer una conversación banal si no fuera por la ansiedad con la que enumeran los arreglos que necesitan.  
Sé a qué se quieren parecer. Sé que todas se quieren parecer a lo mismo. Y sé que todas están igual de lejos de conseguirlo.
Y viendo cómo hacen sumas y se agarran las carnes para demostrar cuánto les sobra o cuánto les falta, me da por pensar que las distopías que últimamente abundan tanto en las librerías no andan desencaminadas. Me pregunto qué estarían dispuestas a ceder a un gobierno opaco o a una corporación turbia a cambio de "un completo" que les proporcionara el cuerpo al que aspiran. ¿Libertad? ¿Privacidad? ¿Libre albedrío? ¿A sus primogénitos? Tal vez les darían todo. Y durante mucho tiempo, porque hay retoques que exigen una atención continuada. 
Me da miedo. Me pregunto en qué momento la uniformidad se convirtió en la norma. Me pregunto cuánto tardará un político desaprensivo o un empresario avispado en darse cuenta de que ahí, en un grupo de mujeres perfectamente normales tienen un filón de riqueza y obediencia. Y un filón agradecido, nada menos. 
Repito: da miedo. 
Y añado: somos tontas.

Nota final: en las distopías los gobiernos son opacos, las corporaciones turbias, los políticos desaprensivos y los empresarios avispados. No son expresiones manidas. Son premisas fundamentales. Si no, ya podemos ser todos unos borregos bien dispuestos a dejarnos someter que dará lo mismo, la distopía no funcionara. 


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