Lunes de diccionario. Goldre.

goldre
De or. inc.
1. m. aljaba.

aljaba
Del ár. hisp. alǧá‘ba, y este del ár. clás. ǧa‘bah.
1. f. Caja portátil para flechas, abierta por arriba y con una cuerda o correa con que se colgaba del hombro.




Eugenio se sentó en un banco de la plaza sintiéndose inménsamente ridículo. Llevaba un traje viejo, de cuando hombres muchos más delgados que él opinaban que las solapas debían medir un palmo de ancho y las chorreras eran el culmen del buen gusto. En lugar de zapatos se había calzado unas sandalias y, para garantizar que se le viera bien, se había pintado las uñas del rosa más escandaloso que pudo encontrar. No lo había hecho muy bien y el esmalte le alcanzaba en algunos casos las falanges de los dedos de los pies. Para completar, se había puesto un sombrero al que había añadido una pluma de avestruz. 
—Asegúrese de que se fije en usted a la primera o tendremos que repetirlo. Y no me gusta repetir las cosas —le había dicho el hombre.  
Lo había localizado en internet cuando, en realidad, buceaba en páginas de agencias de citas. “Amor sincero garantizado. Discreción absoluta” prometía.
Detrás del anuncio resultó estar un hombre barbudo, desaliñado y musculoso, que llevaba cruzados sobre el pecho un goldre y un arco. 
—Yo, verá. Llevo mucho tiempo enamorado y…
El hombre se inclinó sobre él y lo examinó con ojo experto. 
—Si. Sin duda está enamorado. Pero no he sido yo; eso se lo puedo garantizar. Setecientos cincuenta ahora y el resto cuando termine. Verá los resultados de inmediato, así que procure llevar el dinero encima.
—No parece usted…
—El tiempo pasa para todos —le cortó.
Eugenio le entregó el dinero, más atemorizado que convencido. Pero el día acordado, se levantó de la cama, se disfrazó y ahora estaba sentado,  aguantando las miradas de la gente y esperando, sobre todo, la confirmación de que el desconocido lo había estafado.
El reloj de la Iglesia dio las nueve y como todos los días Clara entró en la plaza. Grácil y hermosa. E inalcanzable. Eugenio se sonrojó cuando ella le dirigió una mirada de incredulidad. En ese momento también vio al cazador salido de ninguna parte. Con rapidez, montó una flecha sobre el arco y disparó.
Eugenio gritó. Y cuando la flecha se clavó en el pecho de Clara, gritó más fuerte. En la plaza la gente se giró para mirarle. A él, no al hombre. Tardó un instante en comprender que sólo él veía al hombre del arco y el goldre. 
Se acercó temblando y le dio un sobre con el resto del dinero. 
—No pierda el tiempo —le advirtió Cupido—. El efecto de la flecha no es eterno. 
Eugenio se volvió. Clara lo miraba aturdida. Y le sonreía.

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