El negocio de la abuela.

 
Alicia está sentada en el asiento del copiloto con la mirada fija en el camino. Su novio está en el maletero, muerto sin remedio después de desnucarse contra la cómoda que me regaló la abuela. Y yo conduzco mi pequeño escarabajo negro maldiciendo desde hace dos horas.
—No ha sido culpa mía —dice Alicia entre dientes.
Había aparecido en mi apartamento horas antes, con la sonrisa lánguida y las pupilas desquiciadas. Llevaba un bolso minúsculo colgado de un brazo y una botella de champán con la etiqueta escrita en cursiva y en francés. Detrás, en el rellano, le guardaba las espaldas un hombre joven, de los que llevan las manos en los bolsillos y los zapatos puntiagudos y brillantes.
—¡Venimos a sacarte de tu madriguera, Leo— chilló abrazándome.
Lo único que yo quería era pasar un fin de semana tranquilo. Adelantar las lecturas de literatura medieval, que se me caen de las manos cada vez que las cojo, preparar un primer borrador del ensayo, ir a busca la cena al restaurante chino y seguir estudiando. Dos largos días sin salir de mi apartamento para avanzar todo lo posible antes de los exámenes.
Era inútil explicárselo.
—Me gusta mucho, Leo. Tienes que venirte con nosotros. Estarán todos sus amigos del trabajo y no quiero estar allí sola.
—No estarás sola. Estarás con él.
—Venga Leo. Sabes lo que quiero decir.
Por supuesto que sabía lo que quería decir. “No quiero estar sola por si sale mal”, “No estás haciendo nada importante”, “Somos amigas desde siempre”.
Estaba pensando si ir con ellos en pijama, tal cual iba, sería lo suficientemente ofensivo como para que me dejaran marchar pronto cuando escuché descorchar una botella de champán, un chillido de euforia, un golpe tremendo y luego el silencio. Y otro grito más. Este de terror.
De vez en cuando Alicia se agarra con fuerza al asiento. Puede que esté siendo más brusca de lo normal conduciendo. Podría decirle que no tiene por qué preocuparse, que conozco estas carreteras y este bosque como si los llevara tatuados en la piel. En lugar de eso, me pregunto en qué momento los amigos de la infancia empiezan a caerte mal.
Después de dejar la carretera, llegar a la cabaña de la abuela nos lleva otro largo rato de traqueteo. La abuela la dejó acurrucada en un claro del bosque esperando su regreso. Adoro la cabaña, las paredes de piedra, el musgo sobre el tejado, el huerto frente a la cocina y el pozo oculto detrás de la cortina de hiedra.
Bajo del coche, aspiro y me lleno el alma del aroma de la tierra y de la humedad de la madrugada. El sol comienza a levantarse y con él la bruma de la mañana. Las copas forman una colcha de amarillos, naranjas y, en torno a la cabaña, se extiende un bonito ribete verde.
Dejo a Alicia en el coche y entro en la cabaña. Madera y lana, cenizas y romero. Entre las vigas asoma la cabeza una lechuza. No pierdo el tiempo. Abro la puerta del horno de leña, meto varios troncos de pino y un haz de ramas de serbal y enciendo el fuego.
Alicia ha entrado detrás de mi.
—¿Seguro que a tu abuela no le importará?
—No. Ya te lo he dicho. Está de balneario. ¿Qué llevas en la mano?
Alicia me enseña una pala.
—La he cogido de ahí al lado.
—¡Estás loca! ¡No vamos a enterrar a tu novio muerto en el jardín de mi abuela!
—¿Entonces para qué hemos venido aquí?
—Tu éntralo dentro.
Alicia tuerce el gesto.
—¿Yo sola? Pesa mucho.
—Si, Alicia. Tu sola. Tu novio, tu botella de champán, tu muerto. Todo es tuyo así que haz algo sola por una vez.
La dejo abriendo el maletero. Resulta incongruente con el bosque, metida en su vestido de lentejuelas y descalza. Todavía lleva el bolso minúsculo colgado del brazo.
Yo entro en el bosque, más allá de las copas verdes. El sol comienza a atravesar el follaje y la escarcha destella. Todo el bosque se despereza, cruje y aletea. Minúsculas patitas corretean sobre las hojas secas del suelo.
Arranco un trozo de corteza de sauce del tamaño de la palma de mi mano, recojo una piña del suelo, cargada de piñones, la cáscara erizada de una castaña y, en una hosquedad entre las raíces, descubro los restos de un nido y dentro, cáscaras de huevo de un bonito color azulado.
Cuando regreso a la cabaña el fuego arde con alegría. Echo dentro todo lo que he encontrado y el fuego chisporrotea.
En la nevera encuentro una placa de hojaldre. ¡Bendita sea la abuela! Estaba dispuesta a preparar la masa desde cero, pero así es muchísimo más cómodo.
Fuera, Alicia protesta a gritos.
—¿Sabes? En realidad todo esto ha sido culpa tuya. Si no te empeñaras en ser tan sosa no habría tenido que ir a buscarte. Y no se habría golpeado con tu cómoda y en tu casa. ¡Pesa demasiado! ¿Me vas a ayudar o no?
A tirones conseguimos entrarlo dentro.
—¿Qué vamos a hacer? No puede desaparecer así como así ¿Sabes? Es una persona importante. Tiene responsabilidades.
—Lo sé. Me lo has dicho.
Paso por encima del cuerpo y me dedico al hojaldre. Lo aplasto con un rodillo y lo pliego como si fuera una hoja de papel hasta conseguir una figura en forma de corazón. La coloco en una de las bandejas desportilladas de la abuela y la meto en el horno. Añado unas cuantas castañas. Al final me he quedado sin mis tallarines y tengo hambre.
Alicia se ha sentado en la butaca de la abuela y mira a su alrededor.
—¿A que decías que se dedica tu abuela?
—Hace negocios.
—¿Qué clase de negocios?
—La abuela hace tratos.
—No parece que le vaya muy bien. No te importa que te lo diga ¿verdad? Quiero decir que aquí todo está muy viejo. ¡Mira esa nevera!
—La nevera funciona estupendamente. No toques nada.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Querrías que volviera?
—¡Pues claro que querría que volviera! ¡Oh, Leo! ¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Puedes solucionar esto? Porque estoy dispuesta a lo que haga falta. Las dos lo estamos ¿verdad?
—No trabajo gratis. No puedo. Necesito algo de igual valor que lo que doy.
—¡Quiero que viva otra vez! No es tan difícil de entender.
—¿Qué viva durante cuánto?.
—¿Qué se yo? ¿Veinticuatro horas?
Alzo una ceja.
—Una semana—se corrige—. Si. Eso es más que suficiente. Que vuelva a su banco y luego que se muera, no me importa.
El hojaldre se cocina pronto; el corazón me ha quedado bonito: dorado y con los bordes redondeados. Afilo uno de los cuchillos de la cocina. La abuela me enseñó a hacerlo con crías de pájaro; después con erizos y con topillos. No es difícil; sólo desagradable.
Ignoro las arcadas de Alicia mientras sustituyo el corazón de carne por el de hojaldre y cierro la herida con una hebra de lana de color verde del cesto de labores de la abuela.
A medida que trabajo el aire se enfría dentro de la cabaña. Huele a madera quemada, a mantequilla y a hojas de pino y a mi me invade el cansancio.
Por supuesto, el corazón no late. Es de hojaldre. Pero está caliente y un tono rosado se va extendiendo por el cadáver. No vivirá otra vez. Nadie puede conseguir eso, ni siquiera la abuela. Esto se parece más a darle cuerda al engranaje de un muñeco.
El cadáver respira, parpadea y finalmente se incorpora. Tardará unas horas en poder hablar. Alicia se tapa la boca con las manos.
—¿Puedes llevarlo al coche? Tengo que limpiar esto.
Cuando salgo el sol ya está en lo alto. Será una bonita mañana, fría y soledada. Me cuesta un poco encontrar a Alicia. Se ha internado en el bosque y está recostada contra un arce de hojas amarillas, bebiendo de la botella de champán.
—Es increíble, Leo. Todo ese poder y no lo usas. Sólo tu podrías ser tan tonta. ¡Si no sabes qué hacer con él pídeme ideas a mi, mujer! Nos comeremos el mundo.
Apoyo la mano en su pecho. Deja caer la botella pero no chilla cuando la corteza del árbol la envuelve y se cierra sobre ella. Con un estremecimiento, el arce reverdece. El bosque se queda en silencio unos instantes.
Una semana.
Y después ya veremos.
 

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