Un cuento navideño



Querido lector:
Imagina una noche de tormenta. No una tormenta amable, de esas en las que copos grandes como puños caen suavemente del cielo. No, imagina una tormenta fiera, de las que arrastran los contenedores por las calles, tumban las antenas de televisión y hacen perder el paso a los renos que tiran de los trineos de Papá Noel. 
Ahora ven conmigo hasta el número 13, hasta esa casa de ladrillo rojo, con geranios en las ventanas que parecen a punto de ahogarse en sus tiestos. A primera vista, es un edificio normal y corriente, igual al número 11 y al número 15: un pequeño negocio en la planta baja y una portería enfrente, dos viviendas en la primera planta y una buhardilla. Sin embargo está pasando unas fiestas más agitadas de lo que sus habitantes desearían.
Comenzó en el primero izquierda. Don Severiano se mudó allí hace un mes, procedente de la capital. De poco sirvió explicarle que, en esta ciudad, se considera de buena educación dar unas monedas a los cantores de villancicos que van puerta por puerta, o que las ventanas deben estar engalanadas con luces que se iluminen desde la puesta hasta la salida de sol. Apresurado como estaba todavía por el ritmo de la capital, no saludaba a sus vecinos, no cedía el asiento en el autobús e ignoraba el espíritu navideño que impregnaba las calles. El día que arrancó las guirnaldas de muérdago del pasamanos de la escalera porque le daban alergia, sus vecinos cerraron las puertas con doble llave y aseguraron las ventanas. 
Porque pasó lo que tenía que suceder. Cuando dieron las once, llegó el fantasma de la navidad pasada y a las doce, el fantasma de la navidad presente. Poco antes de la una, Don Severiano salió al descansillo, gritando a pleno pulmón que había aprendido la lección y que no necesitaba la visita del fantasma de la Navidad futura. Por supuesto, fue inútil. Los espíritus de la Navidad son implacables. 
Esta mañana Leo, que ocupa la buhardilla durante el curso, le ha dejado junto a la puerta una lata de galletas en forma de estrella y un termo de chocolate caliente.
—¿Sigue vivo? —le ha preguntado a Doña Carmen, que en aquel momento entraba en el primero derecha con la cesta de la compra llena a rebosar.
—Yo diría que sí. He escuchado el agua correr. 
—Entonces me vuelvo arriba. 
Cualquier otro día, Doña Carmen hubiera aprovechado para interrogar a aquella joven que se mudó en el mes de septiembre. Lo único que ha conseguido saber de ella es que el apartamento lo compró su abuela en primavera, que ella está estudiando en la universidad y que su abuela  vive en una cabaña en el bosque y hace negocios.
—¿Qué clase de negocios?
—La abuela hace tratos —fue la respuesta de Leo, que le dirigió una sonrisa tan educada que Doña Carmen perdió un tiempo precioso devolviéndosela. Cuando quiso darse cuenta, Leo había cerrado al puerta. 
—Una joven muy discreta — había comentado semanas después en la portería—. Aunque tanto olor a galletas y a hojaldre resulta un poco molesto. 
Pero hoy Doña Carmen ha estado muy ocupada preparando un banquete para celebrar el regreso de Fernandito como para preocuparse por una nimiedad como la visita de tres fantasmas a su vecino o del trajinar de su vecina con el horno.
Demonio de crío, Fernandito. Durante el año anterior había recorrido con paso firme la frontera que separa a un niño travieso de un niño malo. De correr escaleras abajo, pasó a cegar las cerraduras de los vecinos con chicle. De arrancar flores en el parque, a martirizar a los patos del parque con la pelota de futbol. El día que quemó la alfombra que cubría las escaleras del número trece todos supieron que su destino estaba sellado. Esa misma Nochebuena se lo llevaron a cumplir un año de trabajos forzados en las minas de carbón de sus Majestades de Oriente. 
Desde que está allí ha escrito regularmente a su madre unas cartas cada vez más largas y, por fin, esta noche regresa, así que Doña Carmen ha preparado un pastel de dulce de leche, que se le ha quemado en los bordes, dos bandejas de canelones y tres cuencos de palomitas de maíz. Su emoción le ha hecho ignorar la tormenta, hasta que un relámpago ha caído en uno de los transformadores principales.
Toda la ciudad se ha apagado. Ventanas, portales, farolas, semáforos, marquesinas escaparates, y los carriles de luz que dibujan los adornos navideños en las calles. La oscuridad es tal que desde el cielo nadie podría saber que aquí hay una ciudad. 
El grito que sale del primero derecha es prolongado, agónico.
Don Severiano sale de su casa, con el batín mal anudado y restos de migas de galleta en la pechera. 
—¿Qué sucede? ¿Queda otro?
—¿Otro fantasma? No, estese tranquilo. Tres son más que suficientes —le responde Leo, que, acompañada de una vaharada de mantequilla y miel, ha salido de su casa al oír el grito.
—¿Entonces?
—Cuando Papá Noel no encuentra su camino no deja regalos en los calcetines que cuelgan en la chimenea, no se come la leche y las galletas y no devuelve a los condenados. Tendrá que pasar un año más hasta que Fernandito pueda volver a casa —le explica Leo amablemente—. Quizá para entonces ya sea Fernando.
Don Severiano parpadea después de escuchar la explicación. 
—¡Paparruchas! —exclama, sobresaltándola. Y se lanza escaleras abajo, en bata y pantuflas hacia la ferretería. 
Fermín y Ofelia la regentan desde el día en que se casaron. Cuando se fueron las luces se estaban esforzando por poner sacos de arena contra la persiana de la puerta. Se les estaba haciendo tarde, pero siendo como son ambos de estómago delicado, a ninguno les entusiasma la Nochebuena. Esta noche iban a cenar una sopa de tomate y unas croquetas de espinacas y luego pensaban ir al cine. No son remilgados; cualquier película en la que salga Humpfrey Bogart les parecerá bien. 
Pero Don Severiano impone un cambio de planes. Armado con dos cestas recoge velas, alicates, cables, bombillas y pilas de petaca y organiza a sus vecinos sin pie a réplica. Su esposa y Leo quedan encargadas de conectar las bombillas a las pilas de petaca y enmarcar ventanas, puertas y todo lo que se les ocurra. Y él y Fermín siembras de velas los alféizares de las ventanas de cada planta y de la buhardilla. Doña Carmen se deshace en lágrimas de agradecimiento sentada en el primer peldaño de la escalera. 
Cuando terminan salen a la calle a contemplar su obra y comprueban, satisfechos, calados y golpeados por el viento que el edificio reluce en medio de la tormenta. 
Pero su alegría dura poco. Las pilas de petaca se funden en un suspiro y las velas no pueden luchar contra una tormenta que se las arregla para encontrar cualquier resquicio para entrar en el edificio. 
La oscuridad engulle el número trece. En el silencio que sigue Don Severiano, imbuido de espíritu Navideño después de una noche de terror, arranca a cantar un villancico y sus vecinos le siguen. Más que cantar, Leo recita el villancico con un ritmo propio. A ninguno le extraña que el viento abra de golpe las ventanas de la buhardilla, ni que saque fuera entre espumillones y guirnaldas las galletas con forma de estrella que habían estado enfriándose junto a la ventana. Y si alguno piensa por un segundo que parecen brillar en la noche, resaltando el número 13 como un faro, descarta esa idea de inmediato, porque, como todo el mundo sabe, en esta ciudad no hay brujas. 
Sea como sea, las galletas caen empapadas a la calle y ellos, helados y desilusionados entran en el edificio. 
Fernandito aguarda, formal como no lo ha sido nunca, junto a la portería. 
Querido lector, es hora de que nos retiremos. Dejemos que celebren su pequeña victoria, que saquen las mesas al rellano del primer piso y, entre velas, den buena cuenta de los canelones, del pastel de dulce de leche y de las galletas con forma de estrella que se han salvado de la tormenta. 
Te estarás preguntando quién soy yo, que todo lo veo, todo lo oigo y todo lo cuento. ¿Acaso no has prestado atención cuando he dicho que en el número trece había una buhardilla, dos viviendas en la primera planta, un negocio a pie de calle y una portería? Quizá, solo quizá, estas Navidades deba dar cuenta de tu falta diligencia. 



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