Almas menudas


No tiene el alma intrépida. 

Si pudierais verla, como yo sí puedo, verías que tiene alma de criador de hormigas, o de ilustrador de sellos. Y, sin embargo, el destino lo ha puesto justo ahí, en el quiosco de la Plaza de la Comandancia. 

No sabe si es la presencia de miliares armados hasta los dientes, o la uniformidad de los titulares en los periódicos, o el hecho de que todo huela a empanadillas desde que se convirtiera en el símbolo nacional, pero no le gusta cómo son las cosas ahora. Así que con un arrojo impropio de él, se prestó a colaborar con la Resistencia. 

Desde entonces vive en un sinvivir. Teme los días en las que aparece, entre las páginas de El Cronista de la Mañana o del Inconformista Vespertino, una hoja de papel de fumar con el santo y seña troquelado en minúsculos puntitos. Tiene tanto miedo que el estómago se le revuelve, le sudan las manos, se le seca la boca y la voz se le estrangula. 

—Dos cincuenta —susurra, cuando Doña Hipólita pasa a comprar los periódicos para su portería. 

—Ay, corazón. Tendrás que hablar más alto, que no te oigo. 

—Tres con veinte —musita. Y Mariano, el dueño del bar de al lado comienza a sacar monedas al tuntún hasta dar con el precio correcto.

Esta mañana, cuando arrastra los fardos de prensa al interior del quiosco, casi pasa por alto el papel. Con un sobresalto se apresura a entrar en el quiosco y se encierra dentro. Cuando descifra la clave boquea en busca de aire. Cada día que pasa se convence más de que quien escribe estas notas es un sádico a la altura de quienes trabajan en la Comandancia. 

Doña Hipólita llega cuando los bares todavía están colocando las mesas. Además de los periódicos habituales se lleva una novela de indios y vaqueros. 

—Cuatro con treinta —susurra.

—¡Ay querido! ¿Me repites?

Lo intenta. Y aunque él se escucha, queda claro que Doña Hipólita no, porque se arrima al mostrador  enseñándole  la oreja.

—¿Cuatro con qué? ¡Ay, querido! ¿Cuánto lo siento? —dice al tirar con el codo una torreta de cajitas de caramelos de menta. 

Recogen los caramelos, reconstruyen la torre, consiguen hacerse entender y Doña Hipólita se lleva también unos caramelos.

Unos minutos más tarde llega Mariano para comprar las revistas de sus clientes, varias cajas grandes de cerillas y unos cuantos cigarros sueltos. 

—Doce con dos —susurra.

—¿Me repites, majo? —dice Mariano al tiempo que se acerca al mostrador, tropezando de paso con los coleccionables de Julio Verne, fascículos tercero, cuarto y quinto, que es doble, en premio a la fidelidad de los clientes.

—Doce con dos —dice él obediente. 

Mariano parpadea.

—Claro, claro —. Y comienza a sacar monedas y billetes. Durante un minutos juegan a entregar y recibir billetes pequeños y grandes y las monedas van y vienen hasta que consiguen cuadrar el montante a doce con dos. Para cuando terminan, Mariano tiene los pies enterrados en Las Grandes Aventuras de Julio Verne. 

La mañana no mejora. Se sobresalta con cada cliente y ellos, solícitos porque le tienen cariño a ese quiosquero flaco y tembloroso, de mirada angustiada, modales suaves y voz imperceptible, hacen lo que pueden por ayudarle. Le sonríen para darle ánimos, se retiran gorros, bufandas y cabello para despejar los pabellones auditivos, se arriman al mostrador y, sin pretenderlo, tiran al suelo revistas de arqueología y recopilatorios de recetas, coleccionables de cromos y mantas de punto para tejer por entregas. Los bolígrafos ruedan hasta la calle, junto con caramelos y paquetes de sobres. 

A media mañana Mariano le acerca un vasito de leche con miel, para ver si le suaviza la garganta, y un par de empanadillas, para darle algo de energía. 

Está comenzando su segunda empanadilla cuando la ve acercarse. Trae los tacones afilados y la mirada demasiado firme. El bocado se le atraganta.

La mujer finge escudriñar el quiosco durante un momento. Escoge de entre la colección de libretos de ópera “Turandot” y recita con voz suave pero firme. 

— ¡Tu alma está en las alturas, pero tu cuerpo está cercano!

Él susurra la respuesta. 

La mujer duda un instante. Luego repite la clave. 

Lo intenta. Lo intenta de verdad. Mueve los labios, pero ni siquiera él se escucha. 

La mujer hace otro intento y luego se coloca el cabello detrás de la oreja, sortea periódicos, coleccionables y juguetes. A estas alturas, los camareros los observan, preocupados, por su quiosquero, que parece más apurado de lo habitual. Doña Hipólita se asoma al portal, por si sufriera un síncope y precisara de sales para revivir. Hasta los guardias de la Comandancia han detenido su paso.

El sofoco le sube a las mejillas, el cuello de la camisa le ahoga. Y no sabe si es por la leche con miel o por las empanadillas o por esta vida de espía que se atrevió a llevar, pero pierde el control y grita: 

—“¡Con mis abrasadoras manos aferraré el ribete de oro de tu manto estrellado! Mi boca temblorosa pondré sobre ti…”

En la plaza se hace el silencio unos instantes. La mujer echa mano del bolso pero antes de que pueda sacar lo que sea que lleve allí, Mariano comienza a aplaudir. Le sigue Doña Hipólita, los camareros e incluso los guardias de la Comandancia. La plaza entera prorrumpe en un aplauso estruendoso y mientras le llueven los “¡Bravo! ¡Bravo!” se termina la empanadilla, maldiciendo su alma de criador de hormigas, de ilustrador de sellos.  

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