En tierra de nadie

Nota: en la Navidad del año 1914, al comienzo de la primera Guerra Mundial, una serie de treguas no oficiales fueron extendiéndose a lo largo del Frente Occidental. Fue conocida como «La tregua de Navidad»


23 de diciembre de 1914

En esta tierra de nadie, sólo hay escarcha y barro. Las tardes son más variadas; a veces, baja la niebla. 

La ropa, cualquier ropa, está siempre helada y el coque humea llenando las trincheras de humo durante un buen rato antes de conseguir prender. El único consuelo es que los alemanes, ovillados en sus trincheras a tan solo unos metros, están igual de empapados, hambrientos y ateridos que nosotros.

Por si acaso, el capitán busca confirmación.

— ¡Williamson! —brama—. Examine y reporte. 

Con un suspiro salgo de mi nido de mantas y recojo los binoculares. Está anocheciendo y el sol les dará en los ojos, así que no hay peligro. Al menos, no mucho peligro.

Coloco el caso encima de Jerome. Es el mejor compañero que uno puede tener. Un palo de escoba con una pelota en un extremo. Se ha llevado más de un disparo al asomar por encima del borde de la trinchera pero no se queja. Acuclillado lo asomo, lo paseo un poco y como no sucede nada, recupero mi casco y lo sustituyo. Ajusto la visión, limpio los binoculares, me froto los ojos y los vuelvo a ajustar. 

—¿Y bien, soldado?

—Bueno, capitán. Están haciendo algo, eso sin duda. 

El capitán se impacienta.

—Precisión, soldado. La precisión es clave. ¿Recargan munición? ¿Limpian trincheras? ¿Reemplazan a sus soldados?

—Verá, señor. Yo diría que están arrastrando un árbol. Un pino, para ser exactos. 

—¿Con qué finalidad?

—Pues, señor, yo diría que quieren ponerlo de pie en en la trinchera. 

—¡Un pino! ¡Menuda sandez! —El capitán me quita los binoculares para comprobarlo. Chasquea la lengua—. Esta noche guardia doble. Sin duda, traman algo. El resto, revisen sus armas. Los quiero listos para cualquier eventualidad.

Ninguno protesta. Hace demasiado frío para eso. Y, la verdad, si los alemanes traman algo, es mejor estar precavidos. 


24 de diciembre de 1914

Nos despierta un petardeo. Suenan los silbatos, se gritan órdenes. Con los fusiles bien cargados nos asomamos y el miedo se transforma en perplejidad. Un pino de varios metros asoma por el borde de la trinchera enemiga. 

—¡Williamson! —brama el capitán—. Examine y reporte. 

Le doy a Jerome su paseo y, como no sucede nada, recojo los binoculares y me asomo. Efectivamente, han levantado un árbol. Y el petardeo procede de varias sartenes con maíz reventando en palomitas.

—¿Y bien? —pregunta el capitán.

Tardo unos instantes en contestar. 

—Están haciendo guirnaldas de palomitas, señor, para el árbol.

—¡Tonterías!

—No, señor. Con hilo y aguja. Nosotros también las hacíamos así para Navidad. Ya han llenado todo el lado oeste del pino. 

El capitán me quita los binoculares, se asoma y farfulla una ristra de insultos. Luego, regresa al puente de mando para informar. 

Anderson, que está a cargo de la estufa de coque se afana durante media hora y, cuando por fin consigue hacerla humear y a nosotros toser, coloca una sartén y echa maíz. No le pregunto de dónde lo ha sacado, igual que no le pregunto de dónde saca el tabaco, las galletas ni las revistas, ni la aguja ni el hilo con los que ahora ensarta las palomitas. Cuando tiene un buen montón, asoma un pañuelo blanco y luego las lanza a las trincheras enemigas. 

Al lanzamiento le sigue el silencio, suyo y nuestro. Y luego una salva de aplausos. 

Pasamos el resto de la tarde arrojando guirnaldas de palomitas y, los alemanes, colocándolas.

Al anochecer el capitán examina el árbol con disgusto. 

—Propio de un ejército desorganizado. Tanto esfuerzo para que no luzca nada. ¡Anderson! Busque en ese alijo que los dos sabemos que no tiene unas cuantas de esas velas de esas que no debería tener. 

—¡Si, señor!

Anderson desaparece chapoteando en la red de trincheras y regresa con una caja de velas.

El capitán ondea un trapo blanco y arroja una vela.

—¡Williamson!

—Si señor —digo recogiendo los binoculares—. Examino y reporto. 

La trinchera enemiga se llena de soldados que se asoman cautos. Empuñan los fusiles, pero los dedos quedan lejos del gatillo. Un soldado, a hombros de su compañero, coloca la vela en el árbol y la enciende. 

—Queda bonita, señor —digo. 

El capitán arroja otra vela. Y luego otras más. Después de una docena de lanzamientos la tierra de nadie sigue estando llena de barro y de escarcha, pero también de luz. 


25 de diciembre de 1914

Anderson nos despierta a puntapiés. A saber cómo, ha conseguido una caja de naranjas. 

No esperamos al capitán. Sobre las trincheras alemanas llueven cítricos y, cuando se nos acaban, chocolatinas. Ellos nos devuelven tabaco y botones de uniforme dorados y brillantes. 

En un momento de euforia, Anderson les arroja la cabeza de pelota de Jerome.

El capitán nos sorprende dando puntapiés al balón en tierra de nadie. Trepa al vacío entre trincheras. Su homólogo lleva media hora propinando patadas al balón y a todo aquel que se ponga en su camino, sea británico o alemán. Se examinan durante unos segundos que se hacen eternos. 

—¡Señores! —brama el capitán desembarazándose de su abrigo— ¡Refuercen esas líneas! ¡Que no se diga que los soldados británicos no saben defender una portería!


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