El club de lectura
Los días veintiuno de cada mes se reúne en casa de doña Celia Lacosta el primer y único club de lectura femenino de la ciudad.
La llegada de doña Celia estuvo precedida de las malediciencias que genera la aparición de una mujer poseedora de una fortuna, pero no de un marido. Se dijo de ella que había desempeñado muchos oficios, ninguno honrado; que había sido amante de un comerciante, de un duque y de un obispo hasta serlo, por breve tiempo, del mismísimo rey. Se dijo que llevaba consigo una modista especializada en subir dobladillos y bajar cuellos, así como una biblioteca que, sin duda, la inducía al irritante hábito de pensar.
Doña Celia resultó ser, en muchos sentidos, una decepción. Trajo consigo una fortuna, una modista y una biblioteca, pero sus cuellos nunca bajaban más allá de lo que permitía el recato, y cumplía puntualmente con sus obras de caridad y con sus visitas a la iglesia. Su única excentricidad, fue la creación de un club de lectura al que atrajo a las esposas de los principales hombres del lugar.
Por supuesto, tal ocurrencia suscitó la preocupación de sus maridos. Sin embargo, tras someter la lista de lecturas al criterio del párroco, este las encontró insoportablemente aburridas y, por ello, perfectamente recomendables.
Así pues, puntualmente, las mujeres se reúnen cada día veintiuno. Al principio lo hacían con cierta reticencia y al poco tiempo, con absoluta devoción. Los bailes, las colectas, las cenas y los recibimientos se agendan ahora asegurando siempre que dicho día quedará libre. Y las mujeres, vestidas con primor, suben a sus carruajes a las seis y media de la tarde para llegar a las siete a la reunión con su libro bien sujeto bajo el brazo. Ninguno de sus maridos parece percatarse de que ninguna de ellas lleva el mismo libro que sus compañeras ni de que todos tienen el lomo intacto.
Las reuniones del club comienzan siempre preparando el té. Sobre un hornillo dispuesto en el centro de la sala se coloca un hervidor de agua. Este es el momento más delicado. El té, como tiene a bien recordarles doña Celia al comienzo de cada reunión, es un producto caprichoso, propenso a amargarse si no se le da un trato adecuado. El agua del primer hervor debe ser siempre para la tetera. Al té no le gustan los recipientes fríos. Con el agua del segundo hervor hay que ser extremadamente preciso. Proserpina, que es quien esta noche está al cargo de preparar el té, tiembla ante las miradas de sus compañeras. La joven tiembla siempre, si hemos de ser sinceros. La casaron excesivamente joven con un hombre excesivamente mayor convencido de que la mejor exhibición de autoridad es hablar a gritos.
—Lo harás bien, querida—. La anima doña Celia.
El resto de asistentes a la reunión se une a los ánimos con sonrisas y palabras de cariño que hacen que la joven tiemble algo menos. Justo antes de que el agua rompa a hervir, Proserpina retira el hervidor del fuego. Vacía el agua ya templada de la tetera, hecha siete cucharadas de té negro, una por cada una de las asistentes y otra más para la tetera, y vierte el agua. Con las manos ya firmes, gira el reloj de arena que marca los cuatro minutos y, cumplida su tarea, se desploma en su asiento.
Las mujeres pasan esos cuatro minutos hablando de naderías: encajes y bordados, cólicos infantiles, la obra que se estrenará para Navidad en el teatro y la dificultad para encontrar sirvientas competentes. Los libros que han traído se deslizan entre los cojines de los sofás o caen al suelo y allí permanecen, olvidados.
Cuando pasan los cuatro minutos todas callan y es la misma Proserpina quien sirve el té. Ninguna de las mujeres protesta por que lo haga sin colador y las hojas caigan en sus tazas. Ninguna toma leche ni azúcar. Doña Catalina se apresura a beberlo, escaldándose los labios y la lengua. Doña Alicia le da vueltas con su cucharilla para ayudarlo a enfriarse. Doña Victoria se niega en redondo a beber lo que ella llama «esas hierbas remojadas»; para ella la anfitriona dispone en cada reunión de una cafetera. Nadie más que doña Victoria la manipula.
Cuando por fin, todas están servidas doña Celia reparte los libros. No los que ellas han traído, sino «El arte de leer la buenaventura», de Isabelle de Vichenaille, traducido del francés por la propia Celia. Las mujeres pasan las páginas con afán, en busca del punto en el que se quedaron la última vez, examinan los posos de sus tasas, buscan los reflejos de la luz en las formas de las hojas y se consultan unas a otras.
Doña Celia resuelve dudas, aclara alguna imagen que aparece borrosa, descifra significados que se escurren en los contornos de las siluetas. En su mayor parte, las deja hacer. La lectura de hojas de té es, sobre todo, un ejercicio de introspección. Ninguna de ellas encontrará nada que no lleve ya consigo pero las hojas de té, o los posos del café, en el caso de doña Victoria, ayudan a ver más claro lo que existe ahora y, por lo tanto, lo que está por venir.
Ella, por su parte, no mira el fondo de la taza. Hace mucho tiempo que contempló el que sería su último día en el fondo de una taza de té y, desde entonces, la lectura del propio porvenir ha perdido su aliciente. No porque tema lo que vio, sino porque de puro repetitivo se ha vuelto tedioso.
Prefiere volcar sus talentos en sus clubes de lecturas, en los que hubo antes y en los que vendrán después. Sabe que esas mujeres vivirán a la sombra de sus maridos, pero también sabe que entorno a sus teteras está creando una hermandad, que compartirán secretos, que encontrarán auxilio cuando lo necesiten y que eso las hará poderosas.
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