Instrucciones para devorar a un niño


Distinguidos miembros del Tribunal, 
Puesto que se me ofrece la inesperada gentileza de exponer mi punto de vista en relación los amargos recuerdos de la noche del 31 de octubre, permítaseme señalar que si algo ha guiado siempre mi proceder ha sido el afán de conocimiento. 
Es por ello que me propuse, meses atrás, realizar un pequeño estudio de campo para comprobar la veracidad y viabilidad del testimonio recogido por Agnieska Petrova en su obra «Memorias de una bruja antropóloga», editado por Grimm & Grimm y que durante años ha sido un libro de referencia para todos aquellos que nos complacemos en practicar las llamadas artes oscuras. 
En los capítulos dedicados a sus años de juventud en los Cárpatos, Agnieska Petrova ofrece el testimonio de cómo sobrevivió a los duros inviernos atrayendo hasta una casita de caramelo a varios niños incautos, que posteriormente procedió a devorar. 
La narración es quizá algo escasa en detalles, pero como sólo eran dos los elementos esenciales, a saber, disponer de una casita de caramelo a la que atraer a un niño, y de un niño al que atraer a esa casita, pensé que sería, de entre todas sus aventuras, la más sencilla de poner en práctica. 
La casita se describe con detalle: paredes de bizcocho de jengibre, tejas de caramelo, contraventanas de chocolate y barandillas de regaliz. Agniesca Petrova no ofrece detalles acerca del costo de construir una casita de caramelo, pero les aseguro que, como hombre concienzudo que soy, hice números antes de comenzar, lo que me convenció de la inviabilidad de construir una casita única y exclusivamente de caramelo. 
Aún así, no desfallecí. Tras meses de búsqueda di con una casita en un claro del bosque. No estaba en buen estado, pero tampoco completamente derruida, lo que me ofrecía la posibilidad de repararla utilizando para ello ladrillos de bizcocho, bastoncillos de caramelo, contraventanas de azúcar esmerilado y otras delicias similares. Finalizada la tarea, llegué a dos conclusiones. La primera, que el coste en harina, huevos, levadura, chocolate, malvaviscos y similares, así como los honorarios de los diversos pasteleros que me vi obligado a contratar, consumieron la práctica totalidad de mis ahorros. 
La segunda, que Agnieska Petrova vivía sin duda en alguna zona del bosque yerma, pues en cuanto coloqué el primer ladrillo de bizcocho mi casa se vio asediada por una multitud de hormigas, ardillas, conejos, cuervos y gorriones que, atraídos por el dulzor de mi morada, corrían mordisquear mis paredes y a anidar entre mis tejas, llenándolo todo de pelos y de plumas y obligándome a desplegar innumerables trampas con resultados inútiles. 
Una vez dispuse de una casa, aunque algo maltrecha, acometí la tarea de conseguir un niño. Agnieska Petrova no aporta muchos detalles al respecto, dando la impresión de que los niños aparecían sin más frente a su casa. En vano aguardé durante varios días al cabo de los cuales me dispuse a secuestrar uno que sirviera a mis propósitos.
Los niños orondos y bien alimentados pertenecen a familias pudientes y están permanentemente bajo la vigilancia feroz de sus niñeras. Los niños de familias pobres están en los huesos, pero menos vigilados. Opté por uno de estos últimos sin saber que, de tan flaco, sería escurridizo y que, además, mordería, arañaría y escupiría. A lo que debo añadir que la criatura me dedicó una cantidad de insultos inusitada, y sorprendentemente imaginativos. Puedo afirmar que, pese a su origen humilde, se trata, sin duda, de un maestro en el uso del lenguaje.
Una vez que tuve al niño en casa, tuve que hacer frente a otra dificultad. Agnieska Petrova refiere que introducía a los niños en el horno y cerraba la puerta, sin ofrecer más detalles, cuando llo cierto es que un horno es algo costoso de encender y tarda una barbaridad de tiempo en alcanzar la temperatura adecuada para poder cocinar algo en él. 
Puesto que debía pasar ese tiempo de alguna manera, y que el niño era todo codos y huesos, pensé que podía dejar que se comiera el regaliz del pasamanos y el merengue que hacía las veces de argamasa. Además, con la boca llena el niño se vio obligado a poner fin a su torrente de insultos. 
Llegados a este punto, se echan en falta en la obra de Agnieska Petrova, algunas aclaraciones relativas al manejo y cuidado de niños. No dice, por ejemplo, que cuando un niño come en demasía se indigesta. El niño vomitó, yo vomité y los dos tomamos sales de frutas para calmar el estómago. 
Para entonces el horno había alcanzado la temperatura adecuada y la habitación estaba caldeada. Tampoco hay mención en las «Memorias» a los efectos del calor sobre una casita de caramelo. Permítanme que los explique: las tejas de chocolate, nidos incluidos, se comban y dejan caer gotas que socarran la piel, el azúcar de las ventanas se derrite haciendo imposible caminar y el bizcocho de jengibre se requema haciendo irrespirable el aire de la estancia. 
Conseguimos salir de la casita sólo segundos antes de que se desmoronara ofreciendo un aspecto lastimoso que, francamente, no se vio favorecido por la luz de las antorchas de los aldeanos del pueblo que, formando una horda, nos aguardaban fuera. 
El resto de la historia, señores, la conocen ustedes bien. 
Confío en que el presente relato de mis penurias les haya convencido de que no albergaba maldad alguna en mi corazón, de que mi único propósito fue la pura investigación, y de que si alguien debe enfrentarse a un tribunal es esa bruja mentirosa, farsante y embustera de Agnieska Petrova.

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