El gusto por discutir


Justo llevaba el tiempo suficiente en la profesión como para saber que unas catacumbas son, en esencia, un sótano húmedo lleno de problemas. 
Y estas, que habían aparecido durante las obras de construcción de la nueva línea del tranvía, eran especialmente problemáticas.
Había bajado provisto de una linterna y una brújula y había comenzado a caminar. Horas después estaba envuelto en telarañas, su contador de pasos hacía mucho que había pasado a medir en kilómetros y en las hornacinas de las paredes había encontrado, entre los restos humanos, cuentas etíopes, pulseras de cuerda egipcias, bastas cruces cristianas de madera carcomidas por el tiempo, restos de sedas chinas raídas y apolilladas, bolitas de pimienta procedentes del Indostán, un pedazo de vasija en el que asomaba Zeus con rostro pícaro y mechones de cabello rubio que sólo podía proceder de alguna tribu vikinga.
Más que cientos, las catacumbas acogían los restos de miles de esclavos. No en vano, la ciudad había sido un floreciente puerto comercial. Por un instante bajó la guardia, se permitió echar a volar la imaginación. Vio el sol cayendo a plomo, las plazas llenas de cuerpos que compraban y cuerpos que vendían, olió la enfermedad, el hambre, las heridas abiertas por los grilletes, los golpes y finalmente, la muerte. Miles de almas llevaban centurias aguardando en aquél lugar y ninguna de ellas había tenido un final que le diera paz. 
Hizo un esfuerzo para volver al presente. Respiró con fuerza el aire cargado. Se apoyó contra una pared, llenándose la espalda de polvo y arañas, y se pinzó con los dedos el puente de la nariz y trató de organizarse. 
Había material suficiente para redactar media docena de libros de historia antigua y corregir los datos de otra docena. Probablemente podrían abrir parte de la red de catacumbas al público, lo que permitiría que el museo recobrara fondos. Podrían organizar un ciclo de charlas y unas cuantas exposiciones. 
Siempre y cuando limpiaran antes un poco.
Dejó de contar e hizo las llamadas de rigor. 
Avelino fue el primero en llegar. Justo sospechaba que la actual escasez de fieles le dejaba mucho tiempo libre. 
—¿Dónde están los míos? —preguntó sacudiéndose las telarañas de la sotana. 
Justo hizo un gesto con el brazo que lo abarcaba todo. 
—Por todas partes, en realidad. Quizá estén un poco más concentrados hacia el norte. 
Avelino asintió.
—Bien. No es que tenga nada en contra de los demás, ya lo sabes. Es solo que llevan tanto tiempo aquí y están tan ávidos de consuelo que cuando no tiene la forma a la que estaban habituados… 
Justo reprimió un escalofrío. En la última excavación un sacerdote copto había oficiado una misa de difuntos sin percatarse de que, entre los restos, había tres guerreros mongoles y un niño romano. La ira que se había desatado entre los difuntos había provocado el derrumbe de parte de la galería
Avelino se encogió de hombros.
—Supongo que lo que pasa es, vivos o muertos, nos gusta discutir —sacó su incensario de la bolsa que llevaba colgada al hombro—. Bien, me voy a lo mío. Cuando vengan Tao-tse y Johannes diles que les espero en la cafetería de Lola.
Mientras Avelino se adentraba salmodiando en las catacumbas Justo lo tachó de la lista. Había contado restos de quince procedencias distintas. Iba a estar allí un buen rato.

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