Mis nereidas



—¡Ofrendas al mar!
Pánope se ríe, con esas carcajadas desatadas que sólo se conocen cuando tienes cinco años y tu madre te da permiso para portarte mal.
En nuestro caso «portarse mal» significa que tenemos permiso para arrojar de vuelta al mar todo lo que la última tempestad ha traído a la playa.
Pánope corretea por la orilla, pisa la espuma de mar y tira al agua todo lo que encuentra: restos de maromas, pedazos de madera flotante, madejas de posidonia, conchas y puñados de arena. Eudora la ayuda y corren y se persiguen.
—¡Vamos gruñona! ¡Tú también! —me dicen.
Hoy está de un buen humor inusual. Incluso pasa por alto un par de «mamá» que se le escapan a Pánope. No le gusta que la llamemos mamá, ni madre, ni mami, ni ninguno de esos nombres que el resto emplea. Ella es Eudora para nosotros. «Pobre Eudora» para la gente del pueblo. 
Llegó aquí hace veinte años, en compañía de su hermana, Galena. Dos muchachas tan jóvenes que los vecinos estuvieron semanas esperando a que las siguieran sus padres. No llegaron, por supuesto. Pero las hermanas salieron adelante. Eran joviales, encantadoras y hermosas. Con el tiempo Galena se marchó, y Eudora se quedó. Allí comenzó a ser «Pobre Eudora». Cuando se enamoró y ellos desaparecieron, uno tras otro, dejándola encinta y cada vez con una niña más a su cuidado, se asentó su nombre. 
Pánope corre hasta mi lado, el pelo hecho una maraña de sal y arena, y me tira de la manga.
—¡Doto juega conmigo!
Francamente, no tengo ganas. Estoy cansada. Me he tomado una cafetera en casa de Alicia, dos bebidas energéticas de vuelta a casa y aún así me pesan los brazos y las piernas.  El olor de los desperdicios en la playa me trae recuerdos de otras tardes de ofrendas al mar. Con Cimo, la mayor, y su melena negra, que flotaba detrás suyo y la envolvía como una nube; con Nemertes, que me ponía la zancadilla y se reía, dejando ver su diente roto. 
Los recuerdos pesan y yo sigo tan cansada que podría quedarme dormida de pie.
Las dos se fueron poco después, en cuanto cumplieron los diecisiete años que yo acabo de cumplir. 
Por fin, Pánope se cansa. La cojo en brazos y volvemos a casa. Eudora abriendo la marcha, la cabeza bien levantada para recoger los últimos rayos de sol, el paso vivo. Es hermosa, la viva imagen de la joven que llegó hace veinte años. Lo sé porque he visto fotos. Aunque este año se ha descubierto unas arrugas pequeñas como telarañas en la comisura del labio y ha encontrado alguna hebra plateada en el cepillo del pelo, esta tarde no parece que nada de eso le importe mientras arrastra unas cuantas miradas admiradas a su paso. Yo la sigo y lo único que arrastro son mis pies. 
Este cansancio infinito no es ninguna novedad. De un tiempo a esta parte caigo redonda en cuanto me tumbo en la cama. Me quedo dormida en clase, me cuesta seguir las conversaciones, pensar se parece cada vez mas a atrapar las palabras enredadas en gelatina. Eudora me sirve infusiones y destilados, pero nada de eso funciona. 
Se me cierran los ojos durante la cena, tengo escalofríos y el estómago revuelto. No ha sido buena idea mezclar tanta cafeína con el pescado de la cena. Mientras Eudora prepara a Pánope para meterla en la cama me atrevo a preguntar desde el pasillo. 
—¿Has sabido algo de ellas?  
Eudora termina de trenzarle el pelo a mi hermana antes de responder. 
—Saben que estamos aquí, si quieren algo. ¡Y ahora, mis nereidas, a dormir!
Como todas las noches, me quedo dormida sin darme cuenta. Pero esta noche me despierto al cabo de pocas horas. Corro hasta el baño a tiempo de vomitar. De vuelta a mi cuarto, algo más despejada, descubro luz en el cuarto de Eudora. Me asomo por la puerta entornada. Se está mirando al espejo. Tira de la piel de las sienes hacia atrás, se pellizca los párpados, se espiga el cabello en busca de canas y las arranca. 
Siento nauseas de nuevo. Me alejo en silencio y me vuelvo a desplomar en la cama y el sueño tira de mi hacia un lugar muy profundo y muy oscuro. 
Cuando abro los ojos tengo frío. Las sábanas han desaparecido y también el colchón. Incluso el suelo firme lo ha hecho. Tardo unos instantes en comprender que estoy sobre el carrito de juguete de Pánope y que Eudora tira de él en dirección al espigón. Y como eso es algo imposible cierro los ojos y, cuando los vuelvo a abrir, Eudora me está arrastrando hacia el agua. La melena le cubre el rostro y así, a la luz de la luna, parece entreverada de canas. Entre las guedejas de cabello, adivino el rostro arrugado y consumido.
Sorprende mi mirada. 
—Ofrendas al mar —me dice
He olvidado cómo se grita, cómo se revuelve una. 
Eudora ignora mis espanto. Me arroja al agua y luego, me agarra con fuerza la cabeza y la sumerge. 
El agua está fría. Fría y densa. Y revuelta. Por fin recuerdo cómo se forcejea. A mi alrededor las sombras se vuelven corpóreas. Algo que no es humano me rodea, me pellizca, tira de mi hacia abajo mientras Eudora me mantiene bajo el agua. Entre las figuras que me rodean reconozco un diente partido. Y una melena larga que se extiende como una mancha de tinta. 
Siento pinchazos en el pecho y no se si son por la falta de aire, por la angustia o por el reencuentro. 
Las manos de mis hermanas me recorren el cuerpo, suben por el cuello y se aferran a los brazos de Eduora. Tiran de ella, me liberan. Cuando cae al agua, consigo subir y respirar. 
Eudora grita, forcejea, se revuelve entre mordiscos y manotazos que Cimo y Nemertes devuelven sin dudar, siseando, incapaces de hablar. Una tercera figura emerge, un reflejo de Eudora, que gime, de repente sin fuerzas. Reconozco el mentón altivo, la nariz recta. 
—Galena —digo.
La hermana perdida, la primera ofrenda, me mira con esa curiosidad distraída que dedican los animales a las crías. Abraza a Eudora con un gesto que tiene más de presa que de cariño. Cimo y Nemertes me rodean, me acarician, me ofrecen una elección que Eudora no les dio y reconozco una invitación a otra vida, lejos del pueblo y de la costa, con ellas. Esperan pacientes a que me decida; algo me dice que ahora tienen todo el tiempo del mundo. 
Mis nereidas.
Y estoy a punto de decir que sí, pero Pánope duerme sola en casa. Niego. Estoy llorando y no me había dado cuenta. Eduora boquea. Sabe cuál será mi respuesta. Trepo por el espigón y cuando estoy arriba, no dudo. 
—¡Ofrendas al mar!

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