Vernes
Tuve que pasar tantas entrevistas que al final conocía a los de seguridad por su nombre. Pruebas de aptitud, entrevistas personales, test de conocimientos generales, test psicotécnicos sirvieron para hacer una primera selección entre todos aquellos que aspirábamos a trabajar en La Corporación.
Luego siguieron otras pruebas: nos encerraron en cuartos aislados para probar nuestra paciencia; en cuartos con otros aspirantes para ver cómo nos relacionábamos; nos dejaron colgados en el ascensor y luego lo desplomaron varios pisos para evaluar nuestras reacciones ante situaciones de crisis. Así hicieron la segunda criba.
Luego comenzaron las pruebas, digamos, peculiares. Nos dejaban vagar por una planta cualquiera de la empresa, llena de escritorios idénticos que ocupaban empleados cortados por el mismo patrón, y teníamos que identificar quién iba a ser nuestro entrevistador. Nos hicieron encontrar tres llaves doradas en una búsqueda que duró dos días por toda la ciudad. Tuvimos que resolver rompecabezas infantiles y construir castillos de naipes para luego destruirlos. Conseguir que una serpiente nos mirara a los ojos imitando su siseo y que un cuervo comiera de nuestra mano fue difícil, pero entretenido. Todavía no he conseguido entender qué decía de nosotros que amansáramos un gato.
Pasé todas las pruebas, y cuando me dijeron en qué iba a consistir mi trabajo, estuvo a punto de ronronear, igual que el gato que todavía tenía en el regazo. Iba a ser escritora prospectiva.
Me costó un poco que se me pasara la emoción, pero al fin conseguí dejar el gato en el suelo y sacudirme los pelos con aire profesional y sosegado.
¡Escritora prospectiva!
Al día siguiente los guardias de seguridad me dieron la enhorabuena, un ramo de flores y una caja de bombones. En recursos humanos me esperaba mi jefe. Flaco tembloroso, con el cabello ralo y unas ojeras del más profundo púrpura me entregó mi pase y nos dirigimos al ascensor.
—¿Emocionada? Yo también lo estuve —dijo con tristeza sin esperar mi respuesta— ¿Qué sabes del trabajo?
Decidí ser franca.
—Rumores, sobre todo. ¡Pero son tan emocionantes!
Asintió.
—Yo también lo pensé—introdujo su pase en una ranura en el ascenso y pulsó el botón del séptimo sótano— A la empresa le resultamos útiles pero a los empleados no les gusta mucho vernos. Dicen que somos agoreros, así que, en realidad estamos mejor abajo, más tranquilos. Verás, La Corporación anda sobrada de ingenieros, matemáticos, biólogos, químicos y físicos. Pueden hacer lo imposible. Pero a veces se pierden en ese mundo de posibilidades. Jugar a ser Dios es tentador —habíamos llegado a la planta del vestíbulo y seguíamos bajando—. Nosotros nos encargamos de imaginar qué puede suceder con cada proyecto, lo bueno y lo malo. Planteamos escenarios en los que sucede lo impensable, lo que puede salir bien, lo que puede salir mal, lo que se puede torcer por peregrino que sea —habíamos llegado al séptimo sótano —. A nadie le gusta que le digan que su investigación de los últimos años es una amenaza potencial para la humanidad.
Las puertas del ascensor se abrieron a una sala amplia, con media docena de escritorios, forrada de estanterías del suelo al techo con libros en doble y triple fila que así, con un simple vistazo, contenían la mayor colección de ciencia ficción y fantasía que había visto nunca. En el único espacio libre en la pared colgaba un retrato de Julio Verne que miraba fuera de cámara con un aire ligeramente melancólico.
—Es escritor prospectivo por excelencia —me dijo—. ¿Sabías que predijo el lugar del lanzamiento de los cohetes espaciales con sólo cien kilómetros de error? Internet, las velas solares, el submarino, las armas eléctricas, los hologramas. Si no lo has hecho ya, te recomiendo su obra completa.
Me zambullí en el trabajo. Francamente, el primer mes disfruté tanto que estuve tentada de devolver el cheque de mi primera nómina. El trabajo era emocionante, liberador, creativo y teníamos tanta libertad que era casi descabellado. Una o dos veces por semana subíamos a los pisos superiores para que los ingenieros nos explicaran sus investigaciones. Luego, volvíamos a nuestro sótano a redactar. Cuanto más disparatado era el escenario, cuanto más inverosímil el relato, más contenta estaba la empresa. No entendía por qué mis compañeros tenían un aspecto tan ceniciento, por qué suspiraban de pena cada vez que terminaban un relato, ni por qué todos ellos parecían tener una fijación por utilizar objetos de otras épocas: máquinas de escribir, plumas, tinteros, cafeteras de goteo.
Hasta que poco a poco lo fui entendiendo. Poca gente es capaz de imaginar los horrores que puede provocar una cafetera inteligente. Yo sí.
Y luego predije la última pandemia y la empresa me dio un bonus. Lloré durante tres días mientras mis compañeros me consolaban con palmadas en la espalda y tazas de cacao caliente.
Aunque ahora vea horrores por todas partes no he dejado mi trabajo. Ninguno lo hacemos. Pero he tomado ciertas medidas. Me he pasado al café descafeinado, voy al trabajo en bicicleta porque soy incapaz de coger un tranvía sin conductor, me tomo un par de anxiolíticos antes de meterme en la cama y uso un champú fortificante para prevenir la caída del cabello. Al fin y al cabo todos los trabajos tienen sus pegas y, en el fondo, el mío sigue siendo el mejor trabajo del mundo.
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