"El restaurante del fin del mundo" de Douglas Adams

Segunda entrega de la guía del autoestopista galáctico.

Sigue donde lo dejamos: los protagonistas tienen hambre, así que se dirigen al restaurante del fin del mundo para comer.

Parece fácil, pero no lo es. Y es que los personajes continúan su vagabundear por el universo según las leyes de la improbabilidad, lo que quiere decir que puede pasar cualquier cosa y que nada de lo que pasa es normal. 

Arthur Dent, el último humano, pasea por las páginas sumido en un estado de desesperación y perplejidad completamente comprensible. Pero eso sí, consigue tomarse un té. Fundamental, tratándose de un inglés. 

Zaphod Beeblebrox, antiguo presidente de la galaxia, tiene un encuentro con el espíritu de su nieto (cosas de los viajes temporales) y conoce al hombre más importante de la galaxia, sin sacar nada en claro. 

Marvin, el robot deprimido, continúa deprimiendo a todo el que se aviene a escucharle, sin importar que se trate de un ser orgánico o metálico.

Y ya de paso, conocemos el origen de la especie humana: un puñado de burócratas, comerciales y demás seres inútiles que fueron expulsados de su planeta bajo engaño y que, capitaneados por un capitán que vive a remojo en una bañera, tratan de colonizar la tierra con poca fortuna. 

¿Qué le voy a hacer?
Este humor sin pies ni cabeza me encanta. 
Además, el libro es cortito, se lee rápido y deja muy buen sabor de boca.

Por cierto, no es que el restaurante del fin del mundo esté en el fin del mundo, sino que desde él se puede presenciar el fin del universo. Por supuesto, cómodamente y sin ningún riesgo. El diálogo con el animal que será su cena es a la vez desternillante y macabro. Uno de los mejores del libro. 

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