Estado de alarma. Semana 5.

La semana cuatro del estado de alarma se fue sin sentir, lo cual es bueno, porque significa que ya me he hecho a un rutina, y es malo, porque significa que me estoy acostumbrando a esto. 
O eso pensaba. 
Porque la semana cinco ha venido con novedades. 
Parecen tonterías. 
Una mañana, paseando a T, una bandada de estorninos sale de un árbol. Y sale. Y sale. Parece como si en lugar de un árbol fuera una boca del infierno porque no es posible que tantos pájaros quepan en un árbol. 
Y esos pájaros se unen a otras bandadas que recorren el cielo como nubes de tormenta. Y yo cojo a T. en brazos porque allí arriba hay muchos pájaros y me acabo de lavar el pelo y, no sé, nunca se sabe qué puede caer. 
Por la tarde, paseando a T. encuentro saltamontes grandes como un dedo pulgar. No como mi dedo pulgar, que no es muy impresionante, sino grandes de verdad. De los que pisas y crujen. Y no hay uno solo, no. Descubro uno pegado a la puerta de casa y varios más durante mi paseo. Y como voy pendiente del suelo veo caracoles, gordos y satisfechos, y lombrices.
Para rematar, la noche trae consigo vientos fétidos. 
Hay quien diría que como los humanos nos retiramos, la naturaleza se expande. Que recupera su lugar. Que la fetidez del aire son las granjas de alrededor. 
Es posible; pero a mi esta invasión de langostas y pájaros negros me recuerda más bien a profecías apocalípticas. 
A esto hay que añadirle la locura colectiva que se ha instalado en las casas. Ya no solo se aplaude; ahora también se hornea. Imposible encontrar harina ni levadura en el supermercado; ni siquiera levadura de pan. Así que me tengo que volver a casa con gasificante la perdiz. ¿Ven? Más pájaros. Como para no ver señales...



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