El robo.

Berto se encontró con Urbano de casualidad, en un bar, una tarde de otoño en la que le sorprendió la lluvia lejos de casa y sin paraguas. 
Urbano había sido un niño menudo, con unas orejas muy grandes y unos ojos muy pequeños. Un imán para los golpes. Quince años después, seguía pareciendo un roedor, pero ahora el uniforme le daba cierto carácter. 
Era un uniforme bonito. Azul, con un grueso cinturón del que colgaban un walkie talkie, unas esposas, una porra y un manojo de llaves. En la manga llevaba un bordado que decía “Museo de Historia de Arte”.
—Soy el jefe de mi turno, pero me estoy preparando para ascender —le dijo Urbano en cuanto lo reconoció—. Es cuestión de esperar y aprovechar las oportunidades.
Llovía a cántaros, Berto no podía ir a ningún sitio y no tenía nada mejor que hacer, así que se sentó con él y lo emborrachó a conciencia. Pagó las primeras rondas y, cuando Urbano, comenzó a mecerse en el taburete, le quitó la cartera y siguió pagando. 
Urbano le habló de pasillos llenos de cuadros tan grandes que había que moverlos con grúas, de estatuas que tenían más años que el museo que las guardaba, de sistemas de seguridad que se accionaban con la presencia de una cucaracha en la sala.
—Y todo estará a salvo mientras esta llave esté aquí, conmigo —alzó una llave pequeña y chata.
Berto lo dejó durmiendo en la barra del bar. Se llevó su cartera y la llave. 
Entrar fue sencillo. Y desactivar las alarmas también. Sólo tenía que encajar la llave chata en las cerraduras que había a la entrada de las salas.  Casi se aburrió.
Se decidió por una estatua pequeña. Una mujer cubierta por una túnica que le resbalaba por el hombro. No pesaba mucho más que una televisión, o que la torre de un ordenador. Se dio la vuelta para marcharse y una porra le golpeó la cara, destrozándole la nariz. 
Urbano sonrió. Una sonrisa astuta, propia de un ratón. Se llevó un silbato a los labios y lo hizo sonar. Su mirada estaba libre de alcohol.
—¿Ves? Es cuestión de esperar y aprovechar las oportunidades —le dijo, antes de ponerle las esposas. 

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